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Diario de un ‘foodie’ confinado (XXXIX)

 

 

Martes, 21. Día trigesimonoveno

El cardo más o menos ha aguantado. Algunos trocitos, los más pequeños, se han rizado levemente, pero no huelen mal, con lo que seguiremos adelante. Retomando el discurso, haremos las dos versiones, la canónica, con almendras, y la renovada, con cacahuetes.

Pero antes debo tapar, disimular al menos, el agujero del techo. Mi madre dice que le perturba, que quizá entren ratas o cualquier otro ser vivo de aspecto repugnante. Por más que insisto, le muestro fotos, le demuestro que tras el falso techo –verdadero, en realidad, pues cumplía su función− hay otro, perfectamente cerrado, incluso seco ya. No hay manera. Con celo y una cartulina soluciono el problema. Nos queda una cocina muy disuasoria para animales; ya se sabe que la cartulina es un gran aislante.

Mientras se cuece el cardo, tras el preceptivo e incómodo escaldado, me aplico con el mortero, logrando, primero una maseta de almendras, para mi madre, y otra de cacahuetes, para mí.

Dos aparentes bechameles, con harinas de trigo y maíz. La de ella, trigueña, crece con leche y un poco del agua de cocer; la mía, con maicena, mantequilla de cacahuete y solamente caldo de cardo. Ambas espesan sincronizadamente, cada una en su mitad de la sartén de las tortillas, más clarita la de almendras, más oscuro el maní. Mira el punto de sal, dice mi madre. Bien las almendras, pero el cacahuete… No quise acordarme de que la mantequilla estadounidense, como la soriana, es dulce, muy dulce. Tanto, o quizá tanta, que ni siquiera el salado de los cacahuetes –no había otros− lo compensa.

Me deprimo un poco. He de reconocer que el clasicismo se ha impuesto de lejos, aunque quizá en otras condiciones –aceite de cacahuete, mantequilla no dulce, si es que existe− hubiera funcionado. No obstante, le suelto a mi madre, que apenas ha probado, y con disgusto, un bocado, un discurso sobre el agridulce, desde los romanos hasta el melón con jamón. Pero no se convence.

Reparo en las notas de los vecinitos de arriba. Resulta que a la niña le encantaron mis patatas a la importancia; no las de mi madre, las mías. Aunque apenas me la he cruzado un par de veces por la escalera –es lo que tienen los ascensores, que se pierde el contacto vecinal− decido que la chiquilla posee criterio, amén de audacia. Me vengo arriba y decido seguir con estas catas experimentales.

Preparo un par de tupers con las dos versiones del cardo y las subo al piso de encima. ¿Espero a que abran la puerta? La verdad es que nuestra comunicación de crisis ha sido a través del guasap, algo distante, pero lo cierto es que renovaré mi vestuario gracias al sifón del vecino. Decido dar la cara; parte de la cara, por aquello de la mascarilla. Así que espero.

Manteniendo las distancias, le entrego la comida. El vecino me pregunta cómo estamos y pongo cara –ojos, en realidad−, de compungido. Bueno, hemos podido recuperar nuestra actividad coquinaria, una vez recompuesta la cocina… Mi madre se va recuperando gracias a guisar… Son cosas que pasan…

Me interrumpe. Precisamente os iba a bajar esta botella de champagne –dice champagne, no champán− que os he enfriado para codayuvaros a pasar el trance. A mi me funciona, dice. Tras una breve negativa, acepto la botella –faltaría más, es un Besserat de Bellefon cuvée des moines brut rosé 2017, al menos 50 euros, o más en su tienda−. Lo descubrí en su presentación en Zaragoza, nada menos que el La Prensa, solo para los más conspicuos influencers. ¿Tienes champanera?

Por supuesto, le contesto. Espero que os gusten estas dos versiones de cardo. Ya nos diréis.

No ha salido mal, champán a cambio de cardo. A ver qué opina la chiquilla.

 

 

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