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EL GABINETE GASTRONÓMICO. Como cambió el frío nuestra comida

Ya sé que no da para Premio Nobel distinguir entre frío-calor y temperatura; pero al hablar en términos coloquiales de frío nos referimos generalmente a temperaturas muy bajas, a menudo tanto que cambian la cualidad física de los alimentos por el fenómeno de la congelación.

Pozo de hielo en el santuario de Leciñena. La arquitectura del frío aragonesa será BIC en breve. FOTO: Cortesía F. Abad. A.

 

La observación empírica de que las bajas temperaturas permiten alargar la vida útil de alimentos perecederos, permitió una especie de semiconserva limitada. Mantener en el exterior, fuera del calor hogareño, a salvo de animalillos rapaces y lluvia era guardarlos al fresco en armarios protectores y así surgió la fresquera.

En casas rurales un suelo relativamente blando, generalmente de origen aluvial, permitió hacer pequeñas cuevas, similares a las bodegas subterráneas o rupestres –para el curado del queso pirenaico, por ejemplo– que en nuestra tierra se denominaban el caño donde la temperatura era baja y a salvo de cambios bruscos de frío o calor estacional.

La prolongación del tiempo de conservado por estos medios permitía alargar la vida útil de piezas de caza de tamaño grande, o mantener sin fusión cantidades apreciables de mantequilla o algo tan sencillo como tomar en verano agua o vino relativamente frescos; pero no introdujo cambios sustanciales en la comida.

Nevera fresquera antigua.

Las neveras

Una variante sensu lato hogareña de conservación ya no de fresco o frío, sino de hielo, eran las neveras, generalmente pertenecientes a mansiones nobles, monasterios o incluso poblaciones amplias. La nevera es una construcción pétrea, de sólidas paredes, aislada del exterior por enterramiento, generalmente con techo abovedado. Una pequeña entrada permitía llenarla de la nieve caída en invierno –de ahí el término nevera, no helera–, que se apisonaba fuertemente mediante pisones de madera provistos de un largo mango para su manejo.

Cuando se obtenía una capa de nieve suficientemente gruesa, que de este modo ya era hielo compacto, se cubría de un manto protector de paja seca y se proseguía el procedimiento hasta que la nevera estaba llena o dejaba de nevar. Y este hielo se conservaba aislado durante casi todo el verano, siendo útil para presentar platos fríos, confeccionar sorbetes, de origen persa e importados por los invasores árabes, o mezclándolo con sal común enfriar cremas con alto contenido de grasa –mantequilla–, aromas, edulcorantes –miel o azúcar si lo había– y huevos, que son los primitivos helados.

Se entiende que estas exquisiteces, que requieren cuidadosa y exacta manipulación, estaban reservadas a las clases sociales más pudientes y además no se confeccionaban con frecuencia, ya que el abasto de hielo acumulado, además del que inevitablemente se derretía en el proceso de extracción y manipulación, era limitado.

Ocasionalmente se recurría al hielo para algunas maniobras quirúrgicas: imaginen el problema de trasladar envuelto en arpillera un grueso trozo de hielo desde el santuario de Nuestra Señora de Magallón, de Leciñena, hasta el hospital de Gracia de Zaragoza y qué cantidad había que acarrear para que llegase una porción útil de hielo, que se iba fundiendo parcialmente por el camino.

Hielo de producción  industrial

A mediados del siglo XVIII, el inglés Cullen produjo por primera vez hielo en pequeñas cantidades, aprovechando la capacidad del fenómeno compresión-descompresión de los gases. Es técnicamente difícil, pero teóricamente sencillo.

Por ejemplo, habrán observado que si fumigan prolongadamente una gran estancia con un pulverizador a presión para matar insectos o perfumarla –espray– el recipiente se enfría a medida que se vacía; es porque la energía acumulada al comprimir el gas en forma de líquido, se libera al expansionarse en la pulverización, enfriando el recipiente donde estaba contenido. Los primeros experimentos se hicieron con amoníaco, éter y ya en el desarrollo posterior con freón.

Pero tras el experimento, el norteamericano Perkins diseñó y puso a punto en 1834 la primera auténtica máquina para producir barras de hielo, basada en el principio expuesto; resulta cómico recordar que el papa Gregorio XVI, al conocer la noticia, calificó el invento como una provocación a las leyes naturales y un desafío a la Providencia, pero así ocurrió.

El hielo de producción industrial permitió que se produjesen cambios radicales en la comida de la población general, sin contar con la popularización de sorbetes y helados, que ya se incorporaron a la vida cotidiana, festiva, eso sí.

El primero generado fue la llegada a los mercados de especies marinas no estrictamente litorales, de inmediato consumo o que antaño únicamente se podían transportar desde aguas lejanas tras salazón; la máquina compresora de producción de hielo permitía alargar varios días la captura, de modo que peces grandes o de mar adentro, almacenados entre escamas de hielo recién generado, viajaban muchas millas y cambiaron algunas dietas y ofertas alimentarias.

Ni que decir tiene que productos cárnicos, de por sí menos perecederos, pudieron hacer viajes transoceánicos encerrados en cámaras refrigeradas con hielo recién producido, lo que además de facilitar el comercio, hizo más asequibles algunos alimentos, que resultaban rentables para el importador ya que permitía el transporte de mayores cantidades de alimento con la consecuente disminución del precio del viaje. Fue bueno para todos, especialmente para las clases sociales más humildes, que veían ampliada, relativamente, la oferta alimentaria sin ceñirse al puro autoconsumo del terruño.

Una de las aplicaciones más celebradas del hielo de producción industrial fue la refrigeración y conservación de productos fácilmente perecederos tanto en establecimientos de hostelería –grandes armarios de madera forrada en su interior por una gruesa capa de corcho recubierta de chapa de zinc– de las que he visto un par de ejemplares en Zaragoza y en Asturias, que además permitían la expedición de bebidas frescas en pleno verano y hasta helados.

En versiones domésticas, llegaron las primeras neveras a nuestro país en la década de los 50; en casa –Pamplona– había un armario esmaltado en blanco, de formidables paredes gruesas, que admitía muy poco contenido, que se refrigeraba mediante un grueso trozo de hielo que había que ir a comprar en la fábrica de hielo, al final de la calle Estafeta, y que a medida que perdía el frío dejaba caer el agua ya líquida en una bandeja inferior que se vaciaba cada dos días. No era muy práctico pero daba alegrías familiares en fechas señaladas.

Los alimentos congelados ya están instalados en nuestras vidas,

La liberación eléctrica

Pero al fin se logró tener una especie de pequeña fábrica de hielo –más bien de frío– en ámbitos no industriales. Diseñados en los años 40 del pasado siglo, los primeros frigoríficos autónomos, con motor individual de compresión y radiador de expansión al dorso, entraron en escena tras la Segunda Guerra Mundial, desde Estados Unidos, naturalmente. El gas freón se comprimía y luego dilataba, enfriando una cámara que alcanzaba temperaturas de -10º C en la parte más alta, donde se solía disponer de un cajoncito en el que fabricar cubitos de hielo y llegando a temperaturas de unos 5º C en el resto del cubículo.

Inmediatamente se fabricaron frigoríficos domésticos de precio asequible y por supuesto de mayor tamaño para establecimientos de hostelería. Solo con esto cambió la comida sustancialmente, porque se podían comprar productos perecederos a precios asequibles y en cantidades apreciables, manteniéndose tanto crudos como cocinados, protegidos de la putrefacción por el frío. El helado ya se hizo habitual en muchos hogares y los costos y calidad mejoraron en hostelería.

Sobre todo, pudo prescindirse, dentro de límites discretos de tiempo, de las conservas preparadas por el método de Appert, que exigía utillaje industrial y prosperó rápidamente la cocina de sobras antes limitada a la ropa vieja y cuatro fruslerías más, previamente cocinadas. Ni que decir tiene que los establecimientos de hostelería podían preparar cantidades grandes de guisos, caldos y fondos, que se mantenían durante bastantes días, abreviando las tediosas labores preparatorias de la cocina del momento.

Pero el culmen de la refrigeración impulsada por la aplicación del enfriado por motor eléctrico, llegó con la congelación, que ya podía hacerse incluso en el ámbito doméstico, que se generalizó en hostelería e invadió la industria agroalimentaria, generalizando la venta a precios razonables de grandes cantidades de productos antes inasequibles a la vida cotidiana. Es paradigmático el ejemplo de Avidesa de Suñer, que criaba, sacrificaba sus pollos, los congelaba y los expendía por todo el territorio nacional a través de arcones congeladores propios que alquilaba a los pequeños establecimientos.

En casa se podían preparar con antelación platos completos, generalmente guisos, o adquirir en momentos de bajada de precio productos de previsible subida por aumento de demanda –los langostinos de Navidad son ejemplo clásico–. Además, la industria agroalimentaria expedía productos inasequibles a economías modestas o procedentes de lugares lejanos, tras congelarlos y manteniendo una adecuada cadena de frío desde la preparación al almacenamiento y consumo en el hogar. La irrupción del codiciado langostino, el ya mencionado pollo –antaño plato de fiesta–, la merluza congelada de Pescanova, las hortalizas de temporada fuera de temporada –guisantes, alcachofas, por ejemplo– y otros productos, revolucionaron la comida doméstica y de restaurante solo con la difusión masiva de la ampliación del refrigerado a la congelación.

Al mismo tiempo quedaban relegados al olvido o la remembranza añorante, algunos platos antaño festivos, sustituidos por los nuevos, ya accesibles por el congelado, como el señorío universal del langostino en toda festividad doméstica, arrumbando guisos, chilindrones y escabeches clásicos y aparecía la repostería congelada, de la que algunas tartas de origen levantino eliminaron prácticamente postres clásicos como las natillas, flanes y bizcochadas.

Pero la misma esencia de la congelación masiva, al tiempo que ponía en manos de los ciudadanos bienes antes inasequibles, por remotos, caros o novedosos, dejaba las manos cada vez más libres a la industria agroalimentaria para escoger los productos que más ganancia le iban a reportar por su abundancia o economía de producción y eso, en muy poco tiempo, ha determinado no solo el cambio de formas de alimentación por la simple vía de mayor oferta-más economía, sino también un obvio dirigismo empresarial de la comida presente y futura y el arrinconamiento al pasado de formas culinarias clásicas o tradicionales o populares, como las quieran llamar ustedes. No parece un dato que no requiera cierta meditación; miren alrededor y verán que la cosa no es baladí.

Algunas notas

Una de las aplicaciones del congelado es la sanitaria. En efecto, el omnipresente parásito anisakis, que puede producir desde cuadros musculares de diversa intensidad hasta otros alérgicos u obstructivos intestinales, se desnaturaliza y destruye tras congelar el pescado durante 48 o mejor 72 horas, aunque se pierda un poco la textura del pescado muy fresco.

Se pueden preparar helados y sorbetes domésticos de muy variada composición y al gusto de la familia; además, el empleo de lecitina de soja y yogur, que minimizan cristalizaciones indeseables, evitan la adición de cantidades excesivas de grasa.

Por fin, es posible disponer a domicilio de pequeños recipientes –vasos Dewar– de nitrógeno líquido, que ultracongelan a bajísimas temperaturas pequeñas cantidades de alimento, que sorprenden a la concurrencia, aunque su uso es suficientemente peligroso –congelación inmediata de zonas salpicadas– como para dejar esas monerías a profesionales de la restauración o la repostería.

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