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LAS BLASQUIADAS. Capítulo 2

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CULT Blasquiadas 2

 

A las diez menos cuarto me encontraba ya en la chocolatería La Fama, disfrutando de mi primer chocolate en España. Denso y caliente. Era como comer y beber chocolate al mismo tiempo para alguien como yo, que había crecido con los batidos de chocolate de mi país, cuando oí a Martín Blasco:
–¿Qué haces ahí sentado? ¿Estás enfermo? Quítale eso –dijo a la dependienta con disgusto señalando mi delicioso chocolate–. Y ponle un desayuno como dios manda. Al momento teníamos en la barra dos pequeñas copas cada uno. Una transparente y otra de color coca cola.

Blasco me explicó que se llamaba Saludo al sol, nombre inspirado en un ejercicio de una antigua novia que practicaba yoga. Con el coñac nos despedimos de la noche, que tan buen descanso nos ha permitido –dijo apurando la copa de un trago– y con el anís saludamos al día que ahora empieza –añadió bebiendo el anís a igual velocidad. A continuación colocó las manos en la barra y sin retirarlas se puso en cuclillas y se irguió. Señaló mis copas para que las bebiera. Así lo hice. Repitió esos movimientos durante el tiempo suficiente para permitirme ir al baño a vomitar el Saludo al sol.
Cinco minutos después estábamos ya en la calle, no sin que antes me viera obligado a repetir los ejercicios de su gimnasia matutina como él los llamó y que acabaron provocándome una nueva tanda de vómitos.

Resulta curioso como con los años ciertos recuerdos parecen llenarse de detalles y otros diluirse hasta desaparecer; de mi época en Zaragoza, abundan los primeros. Puedo visualizar la chocolatería sin el menor esfuerzo: un pequeño y limpio local a cargo de una eficiente familia que prodigaba un trato casi maternal a sus fieles clientes.

Fui muchas otras veces, jamás con Martín… Entonces, recién llegado de Estados Unidos, todo me parecía pequeño: las calles, los coches, la gente, las casas. Mi cerebro aun se regía por las proporciones de mi país. Quizás La Fama no sea tan pequeño como lo recuerdo. Conocí a mucha gente allí, gente que iba exprofeso a desayunar ese chocolate denso y ardiente como la lava, a comer esos churros hechos con aceite virgen de oliva como afirmaba con legítimo orgullo la dueña. Pagaría un buen dinero por volver a tomar uno de esos chocolates con churros. Espero que siga abierta, pero lo dudo. Zaragoza, mi amada Zaragoza resultó ser una ciudad cruel: cada generación parece complacerse eliminando los mejores logros de la generación anterior.

Blasco se paró con brusquedad en la calle Alfonso, y señalando El Pilar me preguntó si había entrado. Negué con la cabeza aun mareado.

–Perfecto, detesto a la gente que va al Pilar nada más llegar a la ciudad –añadió–. De hecho, detesto al Pilar, ha llenado Zaragoza de turistas. Antes solo se veían monjas despistadas. Ahora es un sindiós. No entiendo qué necesidad tiene la gente de salir de sus ciudades. Yo no he salido desde hace veinte años y siempre obligado por tristes circunstancias. Sí salgo de cuando en cuando a las afueras, pero no me gusta estar demasiado tiempo fuera. Un día, incluso, casi entro en el Corte Inglés de Sagasta. Fue una excursión atroz. Todo coches y oficinistas. Pero no hablemos de cosas tristes… Me dijo Daniel que querías irte de tapas. ¿Es así?

–Sí –le respondí–. Tardé unas semanas en reunir el valor para poder hablarle con naturalidad. Con el resto de la gente lo hacía sin el menor problema. ¿Por qué no me sucedía con Blasco? Sigo sin saberlo, confío en ir averiguándolo mientras desentierro estos recuerdos. Llegué, incluso, a preparar temas de conversación para nuestros siguientes encuentros, pero en cuanto nos encontrábamos volvía a responder con monosílabos o de la manera más escueta posible.

–¿Cuánto dinero llevas?

–10.000 pesetas –contesté orgulloso y aterrado a un tiempo–.

–No es suficiente –contestó con cansancio e hizo un gesto con la mano que solo podía significar que quería mi dinero. Se lo dí sin rechistar, aunque era una cantidad de la que apenas podía prescindir si quería sobrevivir ese mes. Martín Blasco, según fui descubriendo, mantenía una poca habitual relación con el dinero: era algo que iba circulando por las calles, sin que le pareciera demasiado importante quien lo tuviera en cada momento, siempre y cuando en algún momento pasara por sus bolsillos. Si no le hubiera entregado el dinero inmediatamente, jamás hubiéramos sido amigos, y yo sería otro, alguien… muy diferente.

–Bien, como no podemos irnos de tapas, iremos ir a ver a ver a un amigo, pero antes pasaremos por el Mercado Central a comprar algo para comer.

Me han dicho que el Mercado Central ha sufrido una rehabilitación. Espero que no haya perdido el espíritu. Pero no quiero hablar en este momento de este mercado que tan bien acabe conociendo, quiero hablar de ese día y de todo lo que compramos mientras Martín iba saludando a unos y a otros y a quienes era presentado ceremoniosamente por Martín como un joven prometedor recién llegado a la ciudad.

Llenamos cuatro enormes bolsas con diferentes variedades de quesos, carnes, verduras, pescados que jamás había visto y enfilamos con rapidez hacia la cercana calle Predicadores.

Mientras, cargado con las cuatros bolsas, trataba de seguirle el paso, me contó que íbamos a ver a Santiago, su gran maestro. La ciudad le debe mucho –añadió con total seriedad– es el padre biológico de la mitad de los herederos de las grandes familias de los alrededores de la ciudad.

Conviene apuntar, para el que no conozca a Blasco, que sus alrededores de la ciudad se referían a todo lo que estuviera al otro lado del Coso.

Recorrimos a buen paso Predicadores mientras iba señalando lo que hasta entonces solo me habían parecido desvencijados edificios y que resultaron ser antiguos palacios. La misma calle era por donde pasaban los reyes de Aragón desde la Aljafería a La Seo.

Paramos finalmente en una de las casas al final de la calle, extrajo de su gabán un manojo de gigantescas llaves y subimos a pie al último piso. En el zaguán nos esperaba un anciano de aspecto vencido hasta que te fijabas en su mirada y en la fuerza con la que te aferraba la mano al ser presentados. El interior del piso me sorprendió: el sol embadurnaba todo de oro viejo. El amplio salón, al que me condujeron mientras ellos llevaban, entre risas, las bolsas a la cocina, parecía salido de un película del viejo Hollywood: enormes estanterías llenas de libros de todos los tamaños cubrían las paredes, un escritorio de caoba cubierto de papeles viejos y unos sillones que a pesar del polvo resultaba evidente que habían sido construidos por los mejores ebanistas.

Los intereses del viejo Santiago a tenor de los títulos de los libros eran muy variados: poesía, historia, gastronomía –una edición muy antigua y perfectamente conservada de la Fisiología del gusto de Savarin– y una buena colección de narrativa del siglo XIX y XX.

Me encontraba hojeando asombrado una edición antigua de Scribners de Adiós a las armas cuando cayó de su interior una carta manuscrita del propio Hemingway a Santiago; justo cuando la estaba extrayendo del amarillento sobre, entraron Martín y Santiago con unas bandejas rebosantes de lo que resultaron ser gambas de Huelva.

En segundos me había olvidado de la carta manuscrita de mi escritor favorito y me uní a Santiago y a Blasco en el festín.

Fue la primera vez que comí con las manos, hablé y reí con la boca llena. Cada pocos minutos uno de los dos iba para la cocina y volvía con nuevas bandejas. No recuerdo bien que comimos ni siquiera de lo que hablamos esa vez. Se amontonan conversaciones posteriores. Lo que sí recuerdo bien es la sensación de plenitud, el descubrir que una buena comida no es tal sin alegría, sin buenos compañeros de mesa y sin salvajes gruñidos de satisfacción. Esto a un español le puede parece algo obvio, pero no a un joven crecido en Estados Unidos.

Por el contrario, pocos españoles pueden saber lo que supuso para mí, un joven norteamericano, el regalo que me hizo Santiago al irme: la primera edición de Farewall to arms de Hemingway.
Esa noche, recuerdo, soñé que acompañaba a gigantescos caballeros con armadura bajando desde las montañas hacia Zaragoza.

Notas del autor

Una rápida búsqueda en Google me informa que la primera edición de Farewell to arms de Hemingway tiene un precio de sesenta y cinco mil dólares. Quedaron bien amortizadas entonces las diez mil pesetas…

Tras reenviarle los emails que he recibido de los lectores, me acaba de llegar un email de nuestro amigo americano. Corto y pego algunas partes de su contenido según es su manifestado deseo.

Me ha reenvíado unos cuantos emails Chus Castejón quien transcribe los audios sobre mi amistad con el Gran Martín Blasco. Se los envío por whatsapp y él pacientemente los reconstruye. Sinceramente, me ha sorprendido el número de emails. Todos ellos medianamente elogiosos –¡¡¡muchísimas gracias¡¡¡–, salvo dos. En uno, me acusaba una lectora de no describir a Martín Blasco. Sirvan las siguientes líneas de respuesta: «Estimada Carmen, no incluí una descripción porque dispongo de poco espacio en la revista y, además, dí por hecho que todos los lectores conocían de una manera u otra a Martín Blasco. Me equivoqué. Desgraciadamente el tono agresivo de tu email me impide darle la información requerida. Si en un nuevo email se disculpara, es más que posible que incluya próximamente una descripción de Martín. Depende únicamente de usted».

El otro email aún resultaba más perturbador: a continuación de un torrente de poco imaginativos insultos, se leen graves amenazas a mi integridad física: «si cuentas alguna de las historias que conoces, puto subnormal, historia que sabes muy bien que no deben jamás salir a luz pública te visitará quien ya sabes, primer y último aviso». Estimado lector, creo saber quién eres. Veo sin sorpresa alguna lo poco que has cambiado a pesar de los años transcurridos. Yo tampoco lo he hecho, así que podrás imaginar que tus toscas amenazas poco me importan. Por otro lado, ya no vivo en España… y, sinceramente veo incapaz a tu hermano pequeño de orientarse en un aeropuerto en el caso de que encontrarais mi domicilio actual.

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