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UN VIEJO DEL LUGAR. Si pedimos bazofia, nos darán bazofia

 

La industrialización de la agricultura y de la producción de alimentos ha permitido asegurar cosechas, materias primas, elaborar comestibles más variados, seguros y baratos y llegar más lejos con ellos, a lugares con dietas pobres y con una pauta nutricional deficiente, por ejemplo.

También ha permitido alimentar sin la vieja amenaza de las hambrunas a una población mundial creciente que todavía no ha encontrado su límite. A la parte de la población, claro, que puede pagar por su comida, porque la que no puede sigue sin comer o alimentándose gracias a la beneficencia.

Aunque hay teorías modernas que lo refutan –al menos, en parte– siempre se ha pensado que la agricultura se convirtió en un negocio casi desde sus inicios neolíticos y que de ese negocio derivaron todos los demás con la gran ayuda del comercio, desarrollado imparablemente a partir de la sedentarización del ser humano y el surgimiento y crecimiento de las ciudades como factores principales, aunque no únicos.

La agricultura y la alimentación, son, pues, un negocio. Y lo van a seguir siendo, aunque se pueda pensar que no deba ser así. Los efectos positivos de este negocio, así como los negativos, son fruto, en general, de dinámicas comerciales, y podría decirse que neutros en cuanto a su interés ético. Salvo cuando interviene el poder social a través de la Administración, que es la que introduce salvaguardas éticas y de otras índoles para que el negocio no se desmadre.

En definitiva, comemos más y mejor porque es un negocio darnos de comer más y mejor, no porque alguien haya decidido mejorarnos la vida por inducción mesiánica. Pero, en ese mejorarnos la vida –y esto es la prueba de que negoci és negoci– van implícitos efectos negativos como el deterioro medioambiental –pérdida de biodiversidad, agotamiento de suelos, contaminación de acuíferos…– o de la salud –obesidad, diabetes…–.

Es decir, al mejorarnos la vida nos la empeoramos, lo que ocurre es que lo primero sucede a corto plazo y lo segundo a largo plazo. Así que los árboles no nos dejan ver el bosque y seguimos, prácticamente, como si nada, porque lo que nos interesa es vivir bien el momento.

Habrás observado, amigo lector, que he pasado a hablar en primera persona, no en tercera, como cuando me refería a la agricultura y la alimentación. Es, sencillamente, porque estas no son responsables de lo que nos pasa. Lo somos nosotros mismos, los que, con nuestras decisiones de consumo diarias, orientamos el negocio alimentario en una u otra dirección, camino que este sigue con su neutralidad ética pero su fuerte interés comercial, por supuesto.

Se podrá decir que la industria inventa cosas innecesarias, que nos las cuela con publicidad, que debería tener un mayor compromiso social y muchas cosas más, todas ciertas.

Pero no se puede negar que hoy, en las sociedades desarrolladas, los ciudadanos somos soberanos en consumo, que tenemos fuentes de información disponibles por tierra, mar y aire y que lo único que tenemos que hacer es el pequeño esfuerzo de informarnos correctamente para quedar a salvo de la bazofia.

Una vez informados, el esfuerzo de tomar la decisión de consumo adecuada ya es mayor, incluso titánico, porque es muy cómodo decirle desde el sofá a la industria alimentaria que nos sirva unas chuches en estuche de plástico para cenar.

Si pedimos bazofia, nos darán bazofia. Alimentaria, medioambiental, de salud… la hay de toda clase.

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