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TINTA DE CALAMAR. Las nuevas generaciones

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Bueno, más que cena era casi recena. Los invitados habíamos llegado a partir de las 23 horas y a las 24 horas en punto, mientras sonaba el carrillón de la pared del barroco salón, comenzaba a servirse el ágape. Nuestro anfitrión apareció ataviado con capa negra y reverso rojo, como era de esperar.

Enfrente de mí, la Momia se colocaba la servilleta bien, para no ensuciar sus vendajes y a su lado, un viejo hombre lobo ya de pelo cano, se lamentaba por no poder hincarle el diente a la sirvienta bellamente ataviada con su uniforme del estilo de los de la productora Hammer –ya saben, provocativa e inocente a la vez–.

Comenzamos con unos pinchos de morcilla ya que como el señor Naschy nos indicó… «la sangre es la vida». Deliciosos.

Un destartalado monstruo de Frankenstein comía despacio y sin mentar palabra, mientras una vieja bruja no paraba de reír sardónicamente mientras preguntaba que de quién era la sangre del embutido.

Curioso hecho.

Siguió el banquete con un plato de asaduras y vísceras varias, el cual fue aplaudido especialmente por un señor muy victoriano, con capa, monóculo y sombrero de copa. Nuestro anfitrión indicó que estas delicias están en desuso, al igual que un auténtico soufflé o un buen Solomillo Wellington. No pude estar más de acuerdo.

El vino era español, un Gran Sangre de toro. Me pareció más que correcto.

Era ya la una de la madrugada cuando aparecían los postres y licores.

Una bandeja con huesos de santo fue paseada en manos de la bella Carmilla –que era como se llamaba la atenta camarera– y fue devorada en un abrir y cerrar de ojos. La velada transcurrió alegre y emotiva pues cada comensal disponía de más de una anécdota de tiempos pasados.

El señor Naschy nos invitó a dormir en el viejo caserón aunque todos los invitados rehusaron, alegando estar muy ocupados por las noches.

Busqué entre la gente a Carmilla, pero nuestro anfitrión me aclaró que la enigmática muchacha había salido para alimentarse. Curioso horario.

Me despedí del gran Jacinto y volví a mi casa con la turbia sonrisa de la camarera grabada en mi mente.

–Buenas noches, señor monstruo.

–Buenas noches, amigo. Hasta la próxima. Deje un poco de la felicidad que trae con usted, al salir.

La luna brillaba en su cenit.

La bruja seguía riendo a lo lejos.

Un perro aullaba en el páramo.

Incluso me pareció escuchar a Carmilla llamándome desde detrás de unos arbust

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