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Ya está todo lleno de coches.

Donde durante todo el año todo son huecos, ya solamente hay coches.

Los de la capital, los de la capital de España, los franceses, los domingueros que no sabemos de dónde salen, los del pueblo de al lado, los lugareños que sólo salen en fiestas y el cura con los monaguillos delante de todas las procesiones, no faltaría más. Ya dice el amigo Serrat que «cae la noche y ya se van nuestras miserias a dormir», pues es tiempo de olvidar lo malo que haya podido acontecer desde los últimos festejos hasta ahora. Es tiempo de almuerzo popular y de chocolatada. Es tiempo de vacas, de churrerías, de cenas de quintos y de recenas aunque no sean de quintos. Es tiempo de besos robados y de esa primera borrachera. También de esa que siempre juramos que será la última, por supuesto.

Tiempo de bares llenos, de vermús, de migas en la plaza, de fuegos artificiales y de calor –aunque si eres un buen aragonés, después de comer, tendrás frío–.

Tiempo de ensaladas al centro, de ropa manchada de vino y de pasodobles en el café concierto. De siesta, de piscinas, de niños –y maestros– de vacaciones y de fantasmagóricas oficinas vacías.

Y dicen por los alrededores… ¿Pero porqué no podían ser fiestas siempre…?

Pues bueno… además de porque los cocineros también tenemos derecho a descansar –MUY IMPORTANTE–, es que tampoco el cuerpo aguanta tanto… relax.

No creo ser yo el único enamorado de cuando llega el tiempo del pueblo nublado, de las terrazas de los bares con cuatro fumadores, de ir a la panadería y volver a casa sin encontrarte con nadie que no sea la panadera.

El tiempo de las partidas de rabino al lado de la chimenea, el de la olla de garbanzos al chup chup, tiempo de cabreros y ganado que retornan de su trashumancia o incluso el tiempo de las estrellas de Orión o, brujerilmente hablando… el maravilloso tiempo del aquelarre del dos de febrero, la Candelaria.

Ese es mi tiempo.

¿Les gusta el verano? A mí no. A mí me gusta el buen tiempo.