Sesos, hígado, fardeles, callos, manitas, riñones, cabecicas asadas, ojos, carrilleras, corazón, sangrecilla, asaduras, lengua, oreja, madejas, mollejas, crestas de gallo. Unos cuantos salivarán y otros, cada vez son más, adoptarán una mueca de desagrado. La casquería vive un complicado pero interesante momento, donde unos restaurantes alcanzan la fama gracias a actualizadas elaboraciones y otros deben prescindir de estos manjares ante la carencia de clientes.

Guste o no, es de ley reconocer que la casquería, en su sentido más amplio, ofrece la mayor variedad de texturas y sabores del reino animal. Los músculos son todos similares, con mayor o menor terneza, mientras que los órganos que denominados menuceles son absolutamente diferentes entre sí. Cierto es que muchos comensales no disfrutan con las texturas gelatinosas de platos como las manitas, pero nada tienen que ver con, por ejemplo, riñones o sesos y suelen caer en el mismo lado.

Probablemente esta paulatina desaparición de la casquería de nuestras mesas tenga que ver con los nuevos hábitos del comer, que van alejando al alimento de su forma primigenia. Los gustos estadounidenses, donde el jamón no progresa porque recuerda a lo que es, una pata de cerdo salada y curada, o la afición asiática por convertir las carnes en pequeños trocitos perdidos en el plato, no parecen compatibles con que aparezca en nuestra mesa una cosa con forma de riñón o de seso… y nos la comamos.

Obviamente, hemos ido adaptándonos a estos alimentos debido a la necesidad, pero ahora son un placer palatal, que está desapareciendo. Y no nos referimos a las actuales tendencias veganas. La población se decanta por la chuleta, el solomillo, el entrecot, siempre igual a sí mismo, monótono si se analiza mínimamente, y pierde otras sensaciones gastronómicas.

Cuanta más información y posibilidad tenemos, menos variedad y diversidad comemos. Y así nos va.