Hotel Casa de san Martín de la Solana

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La casa, que perteneció al abad del Monasterio de san Victorián y siempre estuvo habitada, la compró David Robinson para rehabilitarla como hotel rural.. FOTO: Francisco Orós.

Marzo de 1988, Karkar Island, Nueva Guinea. Un joven occidental de aspecto decidido inspecciona una plantación de cacao mientras conversa con un grupo de trabajadores… Abril de 2019, Sobrarbe (Huesca), España. Un atento inglés de cabellos plateados sirve una copa de vino a los huéspedes de su hotel en San Martín de La Solana. Con treinta años de separación, una misma persona protagoniza esas dos escenas –real la segunda, ficticia la primera–, pero como suele decirse en italiano si non e vero, e ben trovatto, así que empecemos desde el principio.

David Robinson nació en Inglaterra un día de primavera hace unos cuantos años. Tras cursar sus estudios universitarios se especializó en el comercio de materias primas –cacao y café principalmente, aunque bien podría haberse tratado de madera o minerales– viajando a lo largo y ancho del globo. Recorrió África, Asia, América y Oceanía buscando los mejores cultivos y la máxima calidad de dichos productos. Pequeños placeres gastronómicos de los que nunca recordamos sus orígenes, tal vez porque los tenemos al alcance de la mano en cualquier supermercado de los países más avanzados y olvidamos con frecuencia que detrás de cada paquete de café o cada tableta de chocolate hay un esfuerzo humano del que no somos conscientes. Tales cultivos son la forma de ganarse la vida en muchos puntos del planeta –en ocasiones la única forma lícita–, pero ese trabajo no tendría sentido si nadie ejerciera de nexo entre el productor y el consumidor. Exactamente ese fue el papel que David desempeñó durante años, un trabajo sólo apto para personas inquietas, ciudadanos del mundo dispuestos a cambiar de continente cada poco tiempo, un trabajo exigente desde el punto de vista físico, pero aún más desde el emocional. A lo mejor por todo ello, con el paso de los años, decidió emprender la búsqueda de un lugar donde recalar definitivamente.

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La finca, que suma casi cien hectáreas, presume de esta antigua tina de vino, provista de ruedas.. FOTO: Francisco Orós.

En torno al río Ara

Eligió España, pensó primero en tierras andaluzas, después en Baleares y finalmente en el Pirineo. Inicialmente alguien le sugirió adquirir un pueblo abandonado, bastante numerosos en las zonas próximas al cauce del Ara –el único río del Pirineo Aragonés que no ha sido represado ni modificado por la mano del hombre– donde en la década de los sesenta se proyectó la construcción de un gran pantano. El anuncio de aquella obra que nunca llegó a realizarse fue suficiente para herir mortalmente a numerosas localidades –la historia ignominiosa de Jánovas es la más conocida pero no la única–, bien por su ubicación en zona inundable, bien por el aislamiento al que se hubieran visto condenadas.
A diferencia de lo sucedido en Jánovas, a los habitantes de Muro, Burgasé, San Felices, Tricas, Campol, Geré –la lista resulta interminable– no se les obligó a abandonar sus casas, más bien se les invitó a permutar sus propiedades por otros bienes inmuebles en capitales de provincia. La inmensa mayoría aceptaron, más pensando en el futuro de sus hijos que en ellos mismos, y allí quedaron sus casas y tierras a merced de las aguas que nunca las cubrieron.

No todos los habitantes del valle se marcharon. Tres hermanos solteros, con esa terquedad que a los aragoneses se nos echa en cara tan a menudo, decidieron permanecer con su ganado en su casa en San Martín de La Solana. Casa por cierto con mucha historia, pues perteneció al abad del Monasterio de san Victorián –situado a los pies de la Peña Montañesa–, como uno más entre los múltiples territorios encargados de suministrar bienes al mismo y que tras la desamortización de Mendizábal pasó a manos privadas convertida en casa de labranza, con corrales, pajares y almacenes agrícolas.

La gran diferencia de la Casa de San Martín en relación al resto de casas que tuvieron que dejar sus pobladores es que siempre estuvo habitada por sus legítimos propietarios, de manera que el día que aquel amable viajero inglés se puso en contacto con ellos, los documentos de propiedad no supusieron ningún inconveniente. Se llegó a un acuerdo con rapidez y David Robinson se convirtió en propietario de la casa y de las 92 hectáreas de bosque y monte que la rodean. Había encontrado su soñado lugar de retiro.

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El hotel está repleto de pequeños detalles que redondean una tranquila estancia. FOTO: Francisco Orós.

La casa de san Martín

De alguna manera, la Casa de San Martín siempre estuvo predestinada a convertirse en lugar de hospedaje, así que David decidió convertirla en un hotel exclusivo y diferente, un hotel que invitara a conectar con la naturaleza, a la meditación y al recogimiento, para lo cual la peculiar ubicación de la casa –en lo alto de una loma que separa dos barrancos– así como su acceso –cinco kilómetros por pista forestal sin asfaltar– jugaron a su favor.

Los trabajos de rehabilitación de la casa llevaron bastante tiempo, aunque por fortuna la estructura de aquella construcción en piedra se encontraba intacta, prueba indiscutible de que antiguamente se construía para la eternidad. Hubo que levantar todo el encalado que ocultaba las paredes de sillería y sanear las impresionantes techumbres de madera visibles a día de hoy. Algunos medianiles se eliminaron y se abrieron nuevas ventanas para dotar al interior de más luminosidad, el pajar se reconvirtió en comedor, se levantó un delicioso porche con vistas al valle del Ara y la estancia que antaño fue la capilla del abad se transformó en un agradable salón, como bien lo demuestra la pila para el agua bendita que se conserva en uno de sus muros. Varias imágenes de arte sacro protegen y amparan a quien se aloja en Casa de San Martín, rememorando su pasado religioso, porque en palabras de David «siempre han vivido en esa casa».

Ocupa un lugar destacado junto a la mesa de recepción la copia de un retrato del canónigo José Duaso y Latre, eclesiástico aragonés natural del Valle de La Solana quien a principios del siglo XIX ostentó importantes roles políticos y de gestión. En aquellos años posteriores a la Guerra de la Independencia y durante la restauración del absolutismo, dio cobijo y protección a numerosos liberales y artistas en el desempeño de sus cargos en Madrid, entre los que estaba el autor del cuadro, el universal Francisco de Goya y Lucientes, quien pintó el lienzo original –perteneciente al Museo de Bellas Artes de Sevilla– como agradecimiento hacia el sacerdote.

El hotel cuenta con diez habitaciones, todas con nombres de flores. Las estándar se distribuyen en los dos primeros pisos, mientras que las suites se ubican en una construcción adyacente al porche. Siguiendo la distribución tradicional de las casas de labranza, el primer piso acoge el hogar, a día de hoy todavía en uso, un rincón donde refugiarse en los días de climatología adversa mientras se escucha el crepitar de la lumbre.

El tercer piso está ocupado por un impecable salón de estar, quizás la estancia más bonita de la casa –el techo de vigas de madera es absolutamente maravilloso–, pero tal vez la más olvidada, en especial durante las épocas del año en que el tiempo resulta más benigno e invita a pasear por el exterior, disfrutando de los cuidados jardines que rodean la construcción y del latir de la naturaleza. El sonido del viento moviendo los árboles, el canto de los pájaros y el croar de las ranas acompañan al huésped en sus ratos de reposo, aunque en ocasiones, sin previo aviso ni motivo aparente, esa banda sonora natural cesa durante unos segundos y es posible escuchar el silencio del valle de La Solana. No dura mucho tiempo, enseguida reanudan las ranas su ruidosa actividad y se levanta otra racha de viento que vuelve a agitar los árboles, pero sólo por disfrutar esos breves momentos merece la pena alojarse en el Hotel Casa de San Martín.

La decoración interior no puede ser de mejor gusto. Una perfecta combinación de piedra, forja, barro y madera, aderezada con adornos florales, música suave y luces cálidas en los salones. Las habitaciones son amplias y siguen la línea decorativa ya comentada, con mobiliario antiguo restaurado, armarios generosos, camas francamente cómodas y cuarto de baño en estilo rústico. La ropa de cama y baño es de un algodón de excelente calidad. Todas las habitaciones son exteriores y algunas disponen de una terraza desde donde contemplar los bosques que descienden hacia el valle del Ara. La página web del Hotel Casa de San Martín tiene a gala informar a quien la visita que no se dispone de aparato alguno de televisión, ni en las habitaciones ni en los salones, y podemos asegurar que en absoluto se echa en falta.

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La carta de vino es amplia y variada, destacando los de los Vignerons de Huesca. FOTO: Francisco Orós.

Amplia carta de vinos

Como hemos comentado con anterioridad, el antiguo pajar se convirtió tras la remodelación en un elegante comedor con chimenea donde se sirve la cena y el desayuno. Se accede por un pasillo desde el salón del hogar en el primer piso y traspasar por primera vez sus puertas tiene algo de místico. Nada se deja al azar porque cada detalle es importante y de ello se encarga personalmente David. La luz tenue y el suave hilo musical son una clara invitación a hablar en voz baja, casi a susurrar, lo cual no puede ser un mejor comienzo para una velada romántica. Cada mesa se identifica –una vez acomodados los comensales– con una piedra de pizarra tallada con el nombre de la habitación, un bonito método que aúna eficiencia y tradición.

Y en cuanto a la gastronomía, los protagonistas principales son los productos naturales de primera calidad. Las cenas se sirven a menú cerrado y constan de aperitivo, entrante, plato principal y postre. Por méritos propios, las carnes de cordero y ternera procedentes de los valles de la zona acaparan todas las atenciones. El trabajo en cocina es excelente, la presentación de los platos inmejorable y los tiempos de espera adecuados. Como suele ser habitual, el desayuno es tipo bufé dulce y salado, con repostería casera, zumos naturales y café de excelente calidad.

Y acerca del vino –casi se nos había olvidado– podemos afirmar que la carta es amplia y variada, con referencias de diferentes orígenes geográficos, aunque destacan los vinos pertenecientes a Vignerons de Huesca de los que ya hemos hablado largo y tendido en otras ocasiones.

En cualquier caso, recomendamos al comensal que se deje llevar por los consejos de David, siempre dispuesto a orientar sabiamente a sus huéspedes. Así lo hicimos nosotros y disfrutamos de principio a fin, es decir, desde el aperitivo hasta el postre, con una botella de Sentif elaborado por Bodegas Estrada Palacio, en Bespén, en base a un ensamblaje de tres variedades tintas –tempranillo, merlot y cabernet sauvignon– con prolongada permanencia en barrica de roble francés. Un vino como este representa en sí mismo una dualidad. Por un lado es la mejor definición de los vinos tintos de la moderna DOP Somontano –fusión de cepajes autóctonos y foráneos, crianza prolongada, etc.–, pero por otra parte es también la seña de identidad de esos pequeños productores que fieles a sus orígenes han decido continuar trabajando las mismas tierras que cultivaron sus antepasados, aferrados a sus casas y sus campos como hicieron aquellos habitantes de La Solana que se negaron a rendirse.

Abandonamos el Hotel Casa de San Martín, no sin antes echar una última mirada a su fachada de piedra y a sus impecables jardines, al mismo tiempo que nos preguntábamos el motivo por el que alguien que ha vivido en los cinco continentes decidió echar raíces en este desconocido y recóndito valle del Pirineo Aragonés.

Y prestando atención no tardamos en encontrar la respuesta, pues únicamente escuchamos el silencio de La Solana.

HOTEL CASA DE SAN MARTÍN
San Martín de La Solana. 974 338 349. reservas@casadesanmartin.com