Relato de novela negra con el vino como protagonista

VIN ENO Barbadillo_interior_botas (4)

Por su despacho habían pasado clientes de todo tipo, desde esposas que sospechaban de la infidelidad de su marido, hasta empresarios que no terminaban de creerse las bajas médicas de algún empleado. De manera que cuando aquel elegante desconocido de ojos azules y pelo blanco tomó asiento frente a su mesa, Jules se acomodó en su silla y se preparó para escucharle. El desconocido comenzó pidiéndole mantener en secreto su identidad y continuó explicando que era un coleccionista de vinos, pero no de vinos comerciales, sino de vinos raros, de esos que sólo se encuentran en bodegas antiguas y que nunca salieron a la venta. En realidad no podía decirse que fuera un especulador porque los vinos de su colección nunca salían de su casa, se cataban y disfrutaban en la intimidad, sin ostentación alguna, casi de modo pecaminoso y egoísta.

–Soy un adorador de vinos y tengo un trabajo para usted, señor Wine –le dijo el desconocido mientras se cruzaba de piernas.

Jules entornó los ojos intentando evaluar al extraño personaje a la vez que calculaba cuánto tiempo le iba a robar semejante encargo.

–Necesito que consiga un vino para mi colección y tenga la seguridad de que sabré recompensarle –añadió el desconocido con cierto engreimiento, a la vez que retiraba una invisible mota de polvo de la solapa de su traje.

La mandíbula de Jules se relajó imperceptiblemente, al parecer el trabajo iba a ser pan comido. Un par de llamadas, dos o tres páginas web especializadas en vinos, en unos días la botella entregada y la minuta abonada. Coser y cantar, vamos…

–No hay problema. ¿De qué vino se trata? –preguntó Jules, seguro de sí mismo como pocas veces.

–Ahí radica la dificultad de su trabajo y por eso seré inmensamente generoso. El vino que deseo que consiga, probablemente no existe –respondió con sarcasmo el misterioso visitante.
sanlúcar de barrameda

El nítido recuerdo de la conversación con aquel extraño daba vueltas por la mente de Jules, mientras caminaba resoplando por las estrechas calles del centro de Sanlúcar de Barrameda bajo un sol abrasador. Llevaba días recorriendo tierras gaditanas, visitando las principales bodegas elaboradoras del Marco de Jerez, catando vinos deliciosos, pero ninguno terminaba de ajustarse a las características de lo buscado por su cliente.

Las exigencias impuestas por el adorador de vinos habían quedado muy claras y Jules no podía dejar de pensar en la mirada seria, casi dictatorial, de aquellos ojos azules. Debía ser un vino único, nunca comercializado, probablemente todavía en el interior de una bota olvidada en un rincón de una bodega pequeña, desconocida y familiar. Tenía que ser una rareza, una joya al alcance de nadie, fruto de un trabajo impecable y capaz de resistir el paso del tiempo.

Naturalmente que las bodegas de renombre lanzaban al mercado cada año ediciones limitadas y exclusivas, pero aquel hombre tan inquietante no iba a conformarse con algo que se podía adquirir fácilmente y lo había dejado bien claro.

–No intente engañarme –había advertido días antes el desconocido desde la puerta del despacho de Jules con un dedo acusador apuntando al cielo.

–Si mi deseo fuera conseguir un vino caro, lo pagaría gustoso y no estaría aquí perdiendo el tiempo hablando con usted –añadió con soberbia–. Soy un enfermo, tengo una adicción sin cura ni tratamiento y no estoy dispuesto a conformarme con cualquier cosa –zanjó el desconocido y abandonó la sala sin darle tiempo al detective para poder replicarle.

De manera que allí estaba un desesperado Jules, buscando el fresco interior de las tabernas que rodean el Castillo de Santiago un sofocante mediodía de principios del mes de septiembre, ansioso por conseguir algún avance mientras deglutía manzanilla, raciones de mojama y alguna papa aliñá.

En realidad estaba a punto de arrojar la toalla, efectuar una simple llamada de teléfono a su cliente y olvidar el asunto. Dejaría de ganar algún dinero, pero tampoco lo necesitaba. Lo verdaderamente doloroso era asumir el fracaso, porque lo malo de perder es la cara que se le queda a uno. Ya le parecía estar escuchando las carcajadas de su cliente al confesarle que no había sido capaz de hacer el trabajo y esa estocada traicionera en el orgullo herido le hizo daño de verdad.

Llamó al camarero para ordenar una última copa de manzanilla –porque pedir otra bebida en Sanlúcar es poco menos que un insulto–, pero en esa fase autodestructiva por la que todos hemos pasado alguna vez en momentos de zozobra, Jules cambió en el último instante de decisión y le dijo al camarero que le sirviera un amontillado. Sorprendido el muchacho por una petición tan inusual, le hizo un gesto con la cabeza a la vez que se llevaba el índice a los labios en un claro signo de discreción.

–El señor sabe de sobra lo que es bueno –dijo el camarero en un susurro y le sirvió una copa de una botella sin etiqueta que sacó del último rincón de la cámara frigorífica.

Jules observó aquel vino color oro viejo con tonos caoba y lo acercó a su nariz. De inmediato le envolvieron los aromas a nueces y orejones, los recuerdos a mueble antiguo y a cáscara de naranja escarchada. Tomó un pequeño sorbo y lo mantuvo unos segundos antes de tragarlo para descubrir un equilibrio perfecto entre el velo de flor y la bota de roble. Poesía hecha vino tras décadas de crianza oxidativa en alguna oscura bodega.

–¿Dónde puedo conseguir esta maravilla? –preguntó Jules titubeante al camarero, apenas con un hilo de voz, consciente de haber encontrado el Grial que perseguía.

–Nos lo regala un señor mayor con el que mi jefe tiene amistad. Su local está aquí a la vuelta de la esquina, pero no suele venderlo a nadie –afirmó el camarero, mientras se alejaba para atender a otro parroquiano.

Un ligero mareo asaltó a Jules al levantarse de la mesa, en parte por las generosas dosis de manzanilla previamente ingeridas, pero sin duda agudizado por la posibilidad real y palpable de llevar a buen puerto el encargo recibido. No tardó en encontrar el despacho de vinos Las Palomas en la cercana plaza de Abastos. Bastante más le costó convencer al propietario para que le vendiera un par de botellas de aquel elixir. El aspecto agotado y jadeante de Jules al traspasar el umbral ayudó un poco a ablandar al propietario.

–Mire usted, amable señor –comenzó el detective tragando a duras penas saliva. Mi prestigio y profesionalidad dependen de su vino y de su buena voluntad. No me haga preguntas, pero… ¡necesito que me venda al menos una botella de su amontillado!

Sin darse cuenta Jules había levantado innecesariamente la voz y apoyado con ambas manos en el mostrador, hablaba casi con violencia escupiendo las palabras. Tras unos segundos de silencio, en los que sólo se escuchaba la voz rasgada de Camarón proveniente de un viejo transistor a pilas, el asustado encargado del despacho de vinos giró sobre sus talones, cogió una botella vacía de un estante y se dirigió a la trastienda.

Un emocionado Jules le siguió hasta la penumbra y observó extasiado la nube de polvo que se levantó al retirar un saco de arpillera que ocultaba una bota oscura como la noche, medio escondida en un rincón entre trastos y mangueras. El hombre abrió el grifo y de nuevo Jules percibió esos aromas de ensueño mientras se llenaba la botella. Sin mediar palabra aquel hombre tapó la botella, se la entregó al detective y extendió la mano para recibir su dinero.

De regreso

La sonrisa de Jules no se borraba de su cara durante el viaje de regreso. En el interior de su maleta, convenientemente envuelta y protegida por varias prendas de ropa, llevaba la garantía del éxito cosechado. Contaba las horas que faltaban para su cita con el adorador de vinos, aquel tipo estirado que se había atrevido a poner en duda el buen hacer de un bregado investigador privado como Jules.
Al día siguiente, se encontraron ambos de nuevo cara a cara en el despacho del detective. Entre los dos, sobre la mesa, esperaban la ansiada botella de vino y dos copas limpias.

El extraño personaje del pelo blanco se sirvió una copa y dejó de nuevo la botella sobre la mesa, ignorando deliberadamente la copa de Jules, en un claro gesto de desprecio. Envalentonado por su éxito, el detective se sirvió una generosa cantidad de vino en su copa, la acercó a su nariz y cerró los ojos.

Tras varios minutos de silencio, el adorador de vinos se levantó de su silla, se ajustó el nudo de la corbata, cogió la botella y dio dos pasos hacia la puerta. Como la vez anterior, repitió el gesto teatral de girarse hacia Jules antes de marcharse y desde la distancia habló con su elegante voz.

–Enhorabuena por su trabajo, señor Wine –murmuró a duras penas–. Como le dije, sabré recompensarle. Soy un escritor de prestigio y le garantizo que usted será el protagonista de mi próxima novela. Espero que con ello quede sellada definitivamente nuestra relación profesional.

–No esperaba menos de alguien como usted. Ambos somos unos caballeros –zanjó Jules incorporándose de su asiento mientras apuraba la copa de vino.

–Un pacto entre caballeros, me recuerda a una canción –meditó el misterioso visitante.

–Yo he cumplido mi parte, ahora le toca a usted corresponder –dijo el detective, acercándose a su cliente.

–No lo dude, señor Wine. Quedará plenamente satisfecho –respondió el extraño adorador de vinos, despidiéndose de Jules con un firme apretón de manos.

Meses después

Varios meses más tarde, Jules se encontraba de nuevo en su despacho, rodeado por el habitual desorden de papeles sobre su mesa cuando sonó el estridente timbre de la puerta y el sobresalto le hizo derramar la copa de vino que tenía a su lado sobre unos informes. Se levantó mascullando improperios, abrió la puerta con desagrado y se encontró con la cara aburrida de un mensajero.

–¿Es usted el señor Jules Wine? –preguntó el mensajero con hastío.

–Depende de para qué –fue la agria contestación del detective.

–Traigo un paquete para usted. Firme abajo y es suyo –y se marchó a toda velocidad sin dar tiempo a que Jules le respondiera.

El envoltorio del paquete no proporcionaba información alguna. Un papel recio envolvía un objeto rectangular, sin remitente ni nada por el estilo. Jules sacó un cortaplumas del primer cajón de su mesa y con cautela, por si detrás del envío se hallaba algún marido despechado deseoso de jugarle una mala pasada, rasgó delicadamente uno tras otro los laterales del paquete. Extrajo suavemente el objeto y de inmediato supo que aquel elegante extraño adorador de vinos había cumplido su palabra. No pudo reprimir una sonrisa al comenzar a leer el primer capítulo:

VIN ENO libro

«La visita sin cita previa no cogió por sorpresa a Jules, apenas nada le podía sorprender después de tantos años trabajando como investigador privado…»