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Como cada mañana acudí al Praga a desayunar. Había llegado a un acuerdo con Daniel, uno de los propietarios: el me proveía diariamente del frugal desayuno español y de la comida de los domingos y, a cambio, yo le ayudaba a traducir las letras de algunos de sus innumerables discos de jazz, así como algunos fragmentos particularmente difíciles de sus libros sobre el mismo tema.

Incluso preparamos un hipotético encuentro de Daniel con Miles Davis para el que quería ser capaz de expresar a la perfección su admiración por el músico. Así fuimos preparando una especie de delirante diálogo en el que yo hacía el papel del músico y Daniel de si mismo.

Muchos años después, ya de vuelta en USA, me enteré que Daniel y Miles Davis habían acabado siendo bastante amigos, aunque, conociéndole, no creo que se lo haya dicho a nadie.

Daniel, con el café, el pincho de tortilla y el jugoso pan con tomate –sigo sin entender cómo este perfecto desayuno no se ha extendido por todo el mundo–, me entregó un pequeño sobre que contenía una nota de Martín Blasco citándome en La Seo a las cuatro de la mañana. A las cuatro de la mañana de un martes. Un martes de noviembre. En La Seo a las cuatro de la mañana.

Llamé, desde el mismo Praga, a mis alumnos de tarde para anular las clases de ese día y disponer así de unas horas de sueño que me permitieran estar despejado para lo que fuera a suceder esa noche.
Después de más de treinta años sigo sin saber encajar completamente las piezas de lo vivido esos dos días. Me resulta difícil de creer lo que ví y lo que me contaron los asistentes; o si todo lo que creí vivir fueron nada más que delirios causados por la ingestión de hongos alucinógenos, porque sí creo que algo de eso hubo. Sencillamente no lo sé.

No volví a ser invitado, ni Martín Blasco quiso comentar nada salvo una vez, muchas semanas después, que me dijo que era demasiado joven para entender la Ciudad Subterránea y que lo mejor que podía hacer era olvidarlo: «tienes que olvidarlo, o al menos, no hablar con nadie de ello si quieres mantener nuestra amistad». Su mirada al decir esto último se oscureció.

Y así lo hice hasta hoy. Os recuerdo –de nuevo– que yo era un joven norteamericano con una idea de la Vieja Europa trufada de ideas románticas dónde podían tener cabida cualquier tipo de costumbres ancestrales. Así que lo acepté sin demasiados problemas y seguí llevando mi vida en Zaragoza como si jamás hubiera estado allí. Pero no lo olvidé jamás, más aún, me hizo interesarme por la historia de Zaragoza, que era la de España, que era la de Europa, que era la de Occidente… Esas dos noches me dieron una perspectiva que, con el tiempo me dí cuenta, me permitió entenderla mejor, porque el foco no lo puse en sus políticos ni en sus batallas, sino en la relación de sus habitantes con las nuevas ideas, religiones, ideologías que entraban a veces como una estruendosa tormenta de verano, otras como una lluvia fina que acababa empapando todo.

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Así, después de mis clases matutinas, recogí un par de hamburguesas en El Nevada y me dirigí al Rincón de Goya a comerlas bajo los altísimos pinos que, de alguna manera, me hacían sentirme más cerca de Seattle. Allí trataba de escribir cartas a mi familia y amigos que acababan en la papelera. Pasaban demasiadas cosas como para resumirlas en unas pocas hojas. Entonces no sabía escribir cartas sin más. Demasiadas novelas, demasiados libros de viaje leídos me lo impedían. Traté de dormir arrullado por la disparatada conversación de un grupo de universitarios fumadísimos. Una nube gigantesca ocultó el débil sol de noviembre despertándome. Recogí mis cosas y crucé de vuelta la ciudad.

Ya entonces me gustaba pasear sin prisas, atravesar calles y avenidas, viendo cómo los edificios y el aspecto de las personas iban cambiando conforme me dirigía al Casco Viejo; trataba de absorber todo, como un viejo avaro y así un día ser capaz de escribir una gran novela, pero igual que los viejos avaros mueren con su fortuna intacta, yo moriré con estos recuerdos y sin novela.

Llegué a casa decidido a acabar de una vez por todas con el desorden de la misma, pero, ordenando mi pequeña biblioteca, encontré un libro de Néstor Luján y me tumbé en la cama para proseguir su lectura.

Tras varias horas de lectura, puse el despertador a las tres y media de la mañana y caí dormido.

Llegué unos minutos antes de las cuatro a tiempo de ver acercarse a Martín Blasco acompañado de alguien de rostro serio. Este, al llegar a mi altura, extrajo lo que parecía un foulard de su gabán y lo extendió con ambas manos de una manera que a mí me pareció amenazadora. Di un paso para atrás.

–No pasa nada, muchacho, no puedes conocer la entrada de La Ciudad Subterránea. Te va a vendar los ojos antes de ir hacia allí –dijo Martín, con tono cansado.

–¿De qué estás hablando? –pregunté ya completamente despejado, mientras empujaba con fuerza al del pañuelo, que acabó en el suelo.

Martín Blasco me pidió que me tranquilizara y para dejar claro que no tenía ninguna intención de hacerlo, dí una patada en los riñones al señor del pañuelo que había empezado a levantarse trabajosamente.

–Deja de hacer el gilipollas, le vas a matar tiene más de setenta años. Soy Martín, maldita sea, no uno de los malos de las estúpidas películas de tu ridículo país –dijo enfadado mientras le cogía el pañuelo al hombre del suelo y me lo anudaba en la cabeza. Oí levantarse quejumbrosamente al otro, mientras Martín me giraba un par de veces. A continuación me agarraron cada uno de un brazo y echamos a andar. Tuve la impresión que tan solo dábamos vueltas, probablemente por la Plaza del Pilar, porque por tres veces escuché a la misma pareja haciendo el amor. Si os preguntáis si tuve miedo entonces, la respuesta es no. Martín Blasco tenía la rara capacidad de convertir el hecho más inverosímil como pasear con los ojos vendados a las cuatro de la mañana por la ciudad en algo normal.

Además algo me decía que lo iba a venir a continuación iba a merecer la pena. Entonces no sabía hasta qué punto. De hecho sigo sin estar seguro casi cuarenta años después.

Finalmente debimos cambiar de recorrido, porque recuerdo haber subido escalones y, al poco, detenernos frente a una puerta que se abrió ruidosamente apenas llegamos.

Una vez cerrada la puerta, me desataron el pañuelo que me ceñía la cabeza. Avanzamos por un pasillo oscuro que se abría a la derecha hasta llegar a una pared de enormes bloques de piedra. Martín presiono las esquinas inferiores de la pared y esta empezó a abrirse. Los bloques de piedra, como pude observar conforme se iba abriendo, tenían un grosor de no menos de un metro.

Tras ella se abría una ancha escalera de piedra de enormes losas que bajaba hacia una antesala con unas diez personas que hablaban animadamente entre numerosas cestas y cajas con alimentos y bebidas. A nuestra espalda se oía bajar a gente que por sus gruñidos parecía ir muy cargada, por lo que aceleramos el paso hasta la antesala, donde Martín y su silencioso acompañante saludaron con grandes abrazos a los presentes en la antesala.

Se me acercó un anciano vestido con un elegante traje cruzado como de otro tiempo y señalando hacia lo alta de la escalera me dijo: por fin llegan las carnes del Relleno Aovado, hace cien años que no se come en La Ciudad. Una extraña comitiva empezó a bajar las escaleras entre vítores: el primero llevaba brazo en alto un huevo, el segundo un pichón, el tercero una perdiz,el cuarto un pollo, el quinto un capón, el sexto un faisán, el séptimo un pavo, el séptimo un cabrito, el octavo un carnero, el noveno y entre otros tres una ternera y entre otros ocho una vaca.

Cuando llegaron donde estábamos se abrió un espacio y el anciano que me había hablado cogió el huevo y lo introdujo en el interior de la perdiz desplumada y eviscerada y la perdiz en el pollo y así sucesivamente hasta que la vaca quedo rellena del resto de animales. Entre ocho hombres de alegría levantaron la hinchada vaca y bajaron tambaleando por unas escaleras a lo que parecía un enorme horno.

CONTINUARÁ