CULT Bansky

 

Imagínense ustedes que un artista realiza una obra sobre la pared de un edificio. Que dicha obra merece la consideración de obra original, y que tanto desde un punto de vista objetivo –novedosa–como subjetivo –altura creativa–, merece la protección de derechos –patrimoniales y morales –que otorga la propiedad intelectual.

Aún más, imagínense que la pared de dicho edificio está en ruinas o desvencijado, pero el artista ha plasmado allí sus obras –no es algo tan descabellado, pregúntenle al anónimo Banksy– que, al parecer, ha dado con sus huesos por Ucrania, y se ha dedicado a dibujar; hasta siete obras se le atribuyen.
El propio artista ha confirmado que ha creado siete murales en varios lugares de Ucrania, que incluyen a la capital, Kiev, y algunas de las poblaciones más castigadas por los bombardeos rusos. Uno de los murales representa una pelea de judo entre un hombre –pudiera ser Putin– y un niño, quien consigue derribar al adulto con una llave y tumbarlo de espaldas al suelo; otro muestra a dos niños usando como balancín una de las trampas de metal que se emplean para detener a los carros de combate, mientras que en un tercer mural, pintado dentro de las ruinas de un edificio bombardeado, aparece una gimnasta haciendo un ejercicio de cabeza.

Resulta obvio que el esfuerzo intelectual plasmado en la obra pictórica –corpus mysticum– pertenece a su autor, pero en este caso, se ha materializado en un soporte que le es ajeno, y sobre el que el autor carece de derechos –corpus mechanicum–.

Así, a bote pronto, la destrucción de las paredes y rehabilitación de los edificios donde se han dibujado dichas obras puede parecer un acto perfectamente legítimo, si se realizan por la comunidad de propietarios dueña del inmueble destruido, o por la autoridad competente municipal, en aras de la rehabilitación del edificio en ruina.

Ahora bien, ya sabemos que tratándose del derecho, dos y dos no necesariamente nos arrojan un resultado de cuatro. Si introducimos en la ecuación (i) la cualidad de obras protegidas por derechos de propiedad intelectual –cuestión innegable, tratándose de Banksy– y (ii) la falta de consentimiento del artista –imaginemos que nadie le consulta sobre el derribo de los muros o las paredes en los que se ha materializado su obra–, podemos darnos de bruces con los derechos morales del autor.

Y ese derecho moral, con el que nos topamos de bruces, no es otro que el derecho a la integridad de la obra. En efecto, entre las distintas facultades que integra el derecho moral, reguladas en el artículo 14 de la Ley 1/1996, de la Ley de Propiedad Intelectual, adquiere especial relevancia, a los efectos que ahora nos ocupan, el derecho a la integridad de la obra, que permite al autor «impedir cualquier deformación, modificación, alteración o atentado contra [la obra] que suponga perjuicio a sus legítimos intereses o menoscabo a su reputación».

Lo mollar del asunto, es determinar qué tipo de actos pueden suponer un perjuicio a los intereses del autor o un menoscabo a su reputación, lo que resultará particularmente difícil en supuestos en los que dicha alteración venga motivada por la existencia de un interés público o el derecho a la propiedad privada.

Así, en el ejemplo propuesto, y desde la modesta interpretación de un mero jurista, esto es de un mero exégeta de las normas, y realizada la debida comparación de los intereses en juego, parece que debería primar el interés público o incluso el interés de las respectivas comunidades de propietarios de los diferentes edificios –en ruinas– en los que se han plasmado esas obras, y permitir la destrucción o rehabilitación de dichos vestigios, pues no en vano su situación ha sido generada por actos de guerra, que ya de por sí generan un daño casi irreparable.

Quizás los actores del proceso, ante la vista de la obra pretendan salvarla de la piqueta, y si es posible –técnicamente hablando– desgajen los muros de su ubicación actual y sean depositados en un museo –pero, en tal caso, convendrán conmigo que el autor plasmó sus obras en esos concretos lugares y por la situación en la que se encontraban esos lienzos– lo que significaría, que incluso salvando la obra, se produciría la paradójica consecuencia de que su conservación supondría también un atentado a su integridad.

En conclusión: deberemos ser especialmente cuidadosos al realizar cualquier modificación, alteración o transformación que pueda variar una obra de arte inserta en la pared o en el muro de un edificio, modificaciones que deberán ser analizadas caso por caso y atendiendo a sus circunstancias específicas.
Y no en vano, recordar al famoso dibujante, grabador, escultor, y pintor Matisse, para quien «dibujar es como hacer un gesto expresivo con la ventaja de la permanencia».