Algo bueno tenía que tener esta moda de los foodies: parece que la coctelería ha vuelto y, probablemente, para quedarse. No ha sido Zaragoza una ciudad especialmente aficionada a los combinados; la desaparición del Albión –aquel templo dirigido por Vicente Castillo− pasó sin pena ni gloria y los sucesivos intentos de recuperar el arte de la coctelería no pasaron de eso, de tentativas.

Sin embargo, desde hace algunos meses, ni siquiera años, la ciudad está experimentado una resurrección del arte de combinar bebidas. Primero con algún local aislado, pero esa moda perenne de los gin-tonics ha evolucionado hacia combinados más sofisticados, capaz de satisfacer el ansia de los nuevos aficionados por cualquier novedad, mejor si resulta exótica y lejana. Las marcas también han apostado por los combinados, buscando consolidar nichos de mercado, y cualquiera hoy es capaz de opinar acerca de un negroni −por cierto, nació hace justo cien años− o del mejor aperol spritz.

A ello no ha sido ajeno la aparición de una nueva generación de profesionales muy bien formados –la asociación de maitres no ha sido ajena a ello−, capaz de satisfacer esas aspiraciones –humo, presentaciones novedosas, copas diferentes− buscadas por los neófitos. Que, para satisfacción de quienes peinan canas, son capaces de elaborar a la perfección cualquier clásico, desde el esquivo dry-martini al inofensivo San Francisco.

Parecen consolidarse locales como el Mai Tai, Moonlight o Bloody, que se suman a otros más veteranos, donde el cóctel es protagonista y no un simple complemento. Son consciente de la capacidad de consumo de esta tierra y apuestan por un modelo de negocio factible, sea complementado con la comida, sea ajustando los precios, o bien ofreciendo experiencias por encima de lo esperado por la clientela, todavía exigua.

Esperemos que les vaya bonito, de forma que todos, aunque sea por una vez, podamos disfrutar de esos cócteles clásicos que ya son historia de la gastronomía. Además de las innovaciones, por supuesto. Nos lo merecemos.