Aunque pueden profundizar en el asunto gracias al reportaje que aparece este mes en el bimestral Gastro Aragón, su editor, el firmante, ya les adelanta que no cree en ellos. O al menos en los miríficos efectos de la simple ingesta de un alimento sea crudo –ostra−, levemente procesado –caviar−, elaborado –champagne− o cocinado, desde una sopa de marisco a una deliciosa tarta de chocolate. De hecho, platos exclusivos, poco extendidos y onerosos.

Obviamente determinadas características y composición de los alimentos pueden estimular al organismo e inducirlo hacia el ejercicio del amor. Los posee en abundancia el brócoli, pero no se antoja el ingrediente principal de una romántica cena; como, por razones opuestas, un buen plato de alubias con morro y oreja. De hecho ya existen compuestos químicos en forma de pastillas creados para estos menesteres, pero nadie en su sano juicio sostendría que la viagra o la yohimbina sean afrodisiacas.

No. Una cena puede ser resultar afrodisíaca, como un alimento –por supuesto, el vino, con una prudente moderación− puede inducir a continuar con los placeres, también palatales, más allá de la mesa. Pero no es más que una parte de un conjunto mucho más amplio.

La compañía, el ambiente, la tranquilidad, el tiempo invertido hasta llegar a la mesa, las expectativas, lo excepcional y singular, la sorpresa, etc. son elementos tan importantes como la propia comida que, por supuesto, también determina y coadyuva. Si el acto de comer, en amplia compañía, puede –y debería siempre− resultar un placer, reducir el número hasta la cifra deseada puede prolongar ese gustito, bien que de manera diferente.

Quiérese decir, que bien trabajada, hasta la cajita con el arroz del chino o la pizza acercada por el repartidor, pueden resultar afrodísiacos. Aunque, eso sí, uno les recomendaría otras opciones menos cotidianas.