Quizá sean las olvidadas entre las olvidadas. Todavía son muy pocas las agricultoras y ganaderas con la propiedad reconocida o compartida, pero muchas las que trabajan dura y cotidianamente en sus explotaciones. Si la mujer, tradicionalmente, ha soportado la carga del hogar familiar, en el medio rural compartía además las labores agrarias, desde alimentar al ganado hasta recolectar las hortalizas. Y siempre sin ninguna visibilidad.

Dice la historia que, en las sociedades del paleolítico, cazadoras y recolectoras, en el origen del hombre, era la hembra quien sostenía al grupo. Que fueron precisamente ellas quienes perfeccionaron la siembra y el cultivo y desarrollaron la domesticación de los animales, mientras los otros se dedicaban a cazar… o no. Así, ellas dieron lugar al nacimiento de la agricultura, al neolítico y, con él, al rápido desarrollo de la humanidad.

Vinculadas profundamente con la tierra, con el alimento, apenas se les ve representando organizaciones agrarias, regentando explotaciones agrícolas y ganaderas, emprendiendo negocios agroalimentarios. Sin embargo, allí están, detrás o delante, según se mire, pero como escondidas.

Hay excepciones, por supuesto. Cada vez más, las mujeres se visibilizan en sus invernaderos, con sus elaborados –mermeladas, como quiere el tópico, pero también embutidos y dulces− e industrias artesanas y agroalimentarias, sentadas en la cosechadora o conduciendo el tractor, negociando la PAC o los obligados créditos.

Y poco a poco se van viendo al frente de las cocinas, generalmente ocupadas por varones. ¿Sabría citar el nombre de alguna jefa de cocina aragonesa, más allá de la afamada Marisa Barberán, en La Prensa? Pues sepa que en tres semanas se reúnen en el Congreso del producto y la gastronomía de los Pirineos nada menos que diez cocineras oscenses, que acumulan entre todas bastantes siglos de duro trabajo delante de los fogones: Pilar, Milagros, Josefina, Charo, Marta, Pilar, Maru Carmen, Mari, Ana y Maribel. Gracias.