Robuchon puré de patata INT

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Martes, 24. Día undécimo

No, no se ha olvidado del ajoaceite. Además, ha visto que tenía bacalao, ya desalado –así me lo dio el pescadero− y ha decidido que comeremos ajoarriero oscense. Sea. Pero con su artrosis.

Así, que cuando ha cocido convenientemente las patatas –mientras tanto, teletrabajo− entro en acción. Las pelo aprovechando el pelador que trajo. ¿Dónde está el pasapuré? No tengo. Pues a mano. Entre la picadora de cebolla y el tenedor más resistente que tengo, no sin esfuerzo, logro convertir las patatas en una especie de puré.

Machaca un ajo en el almidez, me dice. ¿Qué? ¿El mortero? ¿De qué habla esta mujer? Se le ha pegado el lenguaje bélico de nuestros políticos; debería ver menos los informativos, la tele en general. No tengo, mamá.

Me lo hace picar muy fino –bendita picadora− y luego, sobre la tabla de olivo centenario –me la regaló un almazarero, agradecido por mis alabanzas a su aceite ecológico−, que simplemente decoraba la cocina, me hace machacar el ajo con el cucharón.

Ahora hay que mezclar el ajo machacado, el puré y un buen chorro de aceite. ¿Cuánto? El que admita, yo te digo hijo. Va quedando un puré muy, muy cremoso. ¿Ya? Ahora el huevo. ¿Qué huevo? Un huevo crudo, hijo, y a seguir dándole.

Lo prueba, rectifica –creo que se dice así− de sal y de aceite, y me da una cucharada. ¿Qué tal hijo? Magnífico; me evoca el puré de Joël Robuchon, el que creó en su restaurante de la avenida Poincaré de París a principios de los ochenta. Por supuesto, que reinterpretado, pues este ni lleva mantequilla, ni las patatas de la variedad ratte. Pero me podría servir para las redes.

Hago una composición y lo fotografío, justo antes de que mi madre lo mezcle con los trozos de bacalao. Ajoarriero oscense, me dice; al horno y listo para comer.

Subo la foto y explico que se trata de una racial y mediterránea reinterpretación del puré de Joël –perdonen la confianza; no llegué a conocerlo en el Congreso de Gastronomía de Vitoria; fue en el 92, como las olimpiadas−, pero sí después en su parisino L’Atelier, gracias a un viaje de influencers, financiado por unos productores de coliflor y de caviar, que querían popularizar su Crema de coliflor con caviar.

Anoto, comprar coliflor. Caviar ya tengo, del Pirineo aragonés. Sorprenderé a la jefa.

Multiplico desaforadamente los likes. Espero que sea por la feliz ocurrencia del puré antes que por el aburrimiento del resto de foodies.

El ajoarriero está de muerte.

Dedico la tarde a limpiar, siguiendo las indicciones de mi madre que sí sabe para qué sirven las decenas de botes y esprays que amontonaba Ludmila. Teletrabajo para ella, eslome de riñones para mí. Qué duro es limpiar. Igual tengo que pagar algo más a Ludmila.

Nos cenamos una tabla de embutidos y mi madre se anima a degustar un Cabriola, la última incorporación de la familia Borsao. Riquísimo: elegante fondo rubí y granate sobre un rojo cereza muy profundo. Aromas a frutas rojas con toque de vainilla. La crianza en barrica le aporta elegancia basada en taninos dulces, haciendo de este vino un postgusto largo, intenso, equilibrado a la vez que complejo. Creo; al menos eso dice la ficha técnica.

Según lo esperable, no le gusta este vino; los ibéricos, sí, vaya morro. Recuerdo que tengo por ahí un par de botellas de vino frizzante rosado Estrella de Murviedro, que guardaba para algún ligue neófito.

Le gusta. Tanto como a mí el tinto de Borja. Acabamos con los ojillos chispeantes. Un día más. Guapas las turcas, pero malísimos los turcos.