Mahonesa

 

Domingo, 3. Día quincuagésimo segundo

Hacer una vinagreta es sencillo, respetando siempre la regla de uno por tres; una parte de vinagre por tres de aceite, como recomendaba Julia Child, la de la película y autora del libro El arte de la cocina francesa. Mezclando primero el vinagre con la sal, hasta que se disuelva, y añadiendo poco a poco el aceite, para que emulsione bien. Más sencillo es como lo hace mi madre, que lo echa en un bote, lo cierra y lo agita enérgicamente. Por supuesto, sin pimienta.

Lo de la mahonesa es otro cantar. Recuerda mi madre que, cuando era niña, su abuela comenzaba majando en el mortero –otro imprescindible en la cocina− el ajo con la sal hasta lograr una pasta, momento en el que añadía, gota a gota, con el aceite. Cuando volvían de misa, y entonces eran largas, de culo –el cura− y en latín, la abuela estaba terminando la mahonesa.

Ni las misas son en latín, ni tenía tiempo, por más sábado confinado que fuera, para invertir tanto tiempo. Seguí ayer el método de mi madre: recipiente de minipimer donde verter el huevo, convenientemente atemperado, cubrir con aceite –de girasol ella; AOVE empeltre, yo− y batir con la máquina sin moverla del fondo. Tan mágicamente como espesa la mezcla, se disocia en un instante. Parece que se ha cortado, o más bien, se ha licuado, desemulsionado cabría afirmar.

No hay problema dice mi madre. Echa otro huevo. Lo hago, parece que se arregla, pero…

Empieza de nuevo, hijo. Lo hago, pero antes reviso varios tutoriales, que nada aclaran. Hay tantas posibilidades de que se corte, como de arreglarla, parece. Nuevo recipiente, otro huevo y más aceite llegan esta vez a buen puerto; será porque he puesto la velocidad de la minipimer al mínimo, o porque el mundo de las emulsiones es así. Incluso estuvo relacionado largo tiempo con la menstruación.

El caso es que disponemos de un litro de mahonesa aceptable y de otro par no merecedor de dicho nombre. No me atrevo a seguir los consejos de mi madre –añadirlo a la buena−; mejor un notable que un sobresaliente. Los almaceno en la nevera. El domingo veremos.

Pues la odisea de la mahonesa fue ayer. Hoy, día de la madre, le he preparado una sorpresa: ensaladilla rusa, lo que más le gusta en esta vida; sí, y cientos de platos más. Aunque le explico que no se puede sobrevivir alimentándose solamente de ensaladilla, tiene presta la respuesta: si tiene de todo, hijo. Lo que no deja de ser cierto.

Pues este plato, cuyo origen parece se remonta a Rusia, admite prácticamente cualquier ingrediente. Nadie vivo ha degustado la que parece original, creada en Moscú, en el restaurante Hermitage por un cocinero francés de origen belga, Lucien Olivier, en la segunda mitad del siglo XIX. La receta se perdió, pero cuentan que además de patata cocida, pepinillos y aceitunas, llevaba ingredientes como carne de urogallo o perdiz, áspic, cangrejos, caviar, lengua de ternera y trufa, además de lechuga.

Poco que ver con la nuestra –cuyo, nombre, por cierto, estuvo casi prohibido en los primeros años del franquismo− o con la que se impuso allí tras la revolución de 1917. Pero hay mucha más historia tras ella, demasiado prolija para este confinamiento.

El caso es que voy a regalarle una como a ella le gusta, y se merece. Que es su día. Patata cocida, cortada en daditos finos, guisantes de lata, bien de atún en escabeche, encurtidos –cebolleta, coliflor y zanahoria−, pepinillos gordos picados –en vinagre, jamás agridulces− y mucha, mucha mahonesa. Ensaladilla de pobres, sí, que podría mantener su nombre, rusa, con decenas de otros ingredientes, siempre que no falte la patata, ni la zanahoria.

Plato único. Comida y cena, el mejor regalo para esta madre. Que no sabe el esfuerzo que me ha costado. Tras pelar las patas, cortarlas en cubitos para que estuvieran perfectas y cocerlas, todo ello al punto de la mañana, me he pasado largamente de cocción; resulta que tan menuda la patata se cuece antes, con lo que acaba más puré que compacto elemento.

Así que repite el proceso. Cuece de nuevo, pero esta vez las patatas enteras; pélalas –con lo engorroso y guarro que resulta hacerlo, incluso con el artilugio pelapatatas−; y comprueba que ahora están duras. Tras escaldarlas y dar el visto bueno a su textura –diez cuadraditos de prueba−, enfríalas rápidamente –despilfarro acuático− y mézclalas con el resto de ingredientes.

Todo sea por una madre. Sobre la fuente, con pimientos rojos de lata, he compuesto su edad. Ella hacía un reloj, con olivas negras –verdes tintadas, en realidad− marcando las horas. Nostalgia.

 

 

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