Un nuevo e interesante restaurante de fusión japonesa peruana se ha sumado a la oferta zaragozana, lo que siempre es de saludar. La capital aragonesa aparece, desde el punto de vista gastronómico, cada vez más cosmopolita, con ofertas que provienen de la mayoría de continentes del mundo, satisfaciendo a los paladares más exóticos.

Lo que significa, dado que no cierran, que existe una demanda para este tipo de establecimientos étnicos que nos acercan la comida habitual de otras partes del mundo. Las nuevas generaciones de aficionados, especialmente los autodenominados ‘foodies’ muestran sus querencias por sushis, ramenes diversos, cebiches de todo tipo –aunque aún no sepamos si con ‘b’ o uve−, así como burritos y quesadillas. Pero, probablemente, jamás han probado unas sopas de ajo, una tortilla de ortigas o un rancho de putas.

No quiere uno decir que solamente haya que comer lo de casa, pero sí que, al menos, debería conocerse antes de aventurarse por otras latitudes. Encontrarían más exotismo en la cocina de subsistencia de una abuela de cualquier alejado poblado aragonés que en el más reputado restaurante de moda.

Y tristemente, y salvo excepciones –ahí están los cincuenta años de La Rinconada de Lorenzo−, la cocina de la tierra no se practica masivamente. Lo que implica que los alimentos de la tierra tampoco tienen la presencia necesaria para articular esa necesaria implicación entre productores y consumidores.

Probablemente sea la responsabilidad última del cliente –como norma el hostelero ofrece lo que tiene salida−, pero ni la hostelería, ni esa administración que a veces resulta tan agresivamente intervencionista, hacen mucho por invertir la tendencia, por facilitar la presencia de nuestro acervo –nunca con b− culinario.

Mientras tanto sigue siendo difícil encontrar unas simples, pero exquisitas, borrajas con patata, y sin almejas, más allá de los económicos menús el día. Así, difícilmente encontraremos un lugar propio en la gastronomía nacional.