Ben Hur brindis

Lunes, 6. Día vigesimocuarto

Lunes de pasión. Evocando a Triana –que sea incapaz de cantar al modo de los demás, no implica que no me sepa muchísimas letras; es mi drama interior y nunca confeso hasta este preciso instante−, ¡Eh, Amigo! ¿Como estás esta mañana? ¿Recuerdas algo de lo que te ocurrió ayer? Nada. La tele ha estado encendida toda la noche y ahora emite una vieja película en blanco y negro. Parece Marcelino pan y vino.

Me incorporo poco a poco del sofá y oteo el entorno. Las gorras están colgadas de la lámpara de diseño, hay boles y restos de comida por la mesa. Lejanamente, mi madre ronca sonora, pero apaciblemente. Cual metódico detective británico, voy deduciendo a partir de la observación detenida e inteligente.

Vimos la tele, obvio, ¿por qué un carpetovetónico canal, de nombre numérico, y no cualquiera de las actuales de internet o cable? Pues el distancio –mando a distancia, así lo bautizó mi sobrina adoptiva con tres años, genial palabra que el DRAE jamás consideró− está en su sitio, a distancia; ergo no lo he usado inconscientemente desde el sofá.

Vestigios de arroz, algún garbanzo −¿tostado?−, migitas, una botella de vermut vacía. Todavía algo embotado me dirijo a la cocina: paisaje después de la batalla. Literalmente.

La puerta del horno abierta; más botellas vacías de diferentes vermuts –me temo que todas las que almacenaba−; la paella como asaltada por ese cuervo que ve mi madre, olvidada ya su perfecta simetría de mejillones y gambas; botes de especias diseminados, otro de garbanzos cocidos vacío; un libro de cocina japonesa que me mandó amablemente la editorial Phaidon…

Pruebo los restos de paella, el arroz no estaba pasado ayer, creo recordar. Y éste sí, mucho, como glutinoso. ¿Iluminación! ¡Pues no nos dio por hacer sushi de paella! En la nevera encuentro las pruebas concluyentes: pelotitas de arroz con su mejillón encima, otros de gambas –de los carabineros, ni resto− y los últimos, los más feos, de calamar. Pruebo algunos, asquerosos.

La inspección del horno indica que allí hubo garbanzos –de hecho, alguno queda−, lo que junto a las especias apunta hacia unos garbanzos tostados. Los descubrí en unas jornadas de recreación de cocina romana histórica, imperial concretamente. De ahí el uso de los botes de especias: ajo, jengibre y comino en polvo, amén de orégano. Los romanos eran así de generosos.

¡Nueva iluminación! Atisbo borrosamente a una madre y su hijo, en pleno domingo de Ramos, contemplando plácidamente Ben-Hur y compartiendo un bol repleto de garbanzos tostados, uno de los snaks habituales de los romanos cuando iban al circo o a las carreras de cuádrigas.

Vaya combinación, del país del sol naciente a la antigua cocina imperial romana.

Entre que libro esta semana y el cuerpo resacoso, pacto con mi madre, todavía zombie, una frugal comida a partir de latas de verduras: alcachofas y espárragos. Por mucho que sea su temporada en fresco, no estamos para mucho cocinar. Y además, acaba de comenzar Quo Vadis en otra de las cadenas numéricas. Ahí que nos quedamos, esta vez sin garbanzos, ni sushi. Bocadillo de jamón, que para eso el pernil está viendo crecer su hoyo.

Tras los aplausos, medianamente recuperados, decido encargar mañana unos sushis de verdad, para quitarnos el mal sabor, no ya de la boca, sino al menos de la mente. De los romanos a la turca, que parece que se casa con el mafioso.

 

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