Patatas a la importancia L-CORREAS

 

Miércoles, 15. Día trigesimotercero

Sorpresa, ha llegado el diploma, al correo electrónico. Quiérese decir que el Gobierno no nos controla tanto como sospechaba; ignora que mi madre es octogenaria y no escolar –por más que ello no sea incompatible−, o al menos niña. Todo un consuelo. No obstante, el tipo de letra que yo he elegido –comic sans− es mucho más apropiado. Así que lo borro.

Todavía feliz por esa especie de pan que hicimos ayer, diferente, pero clásico, asisto a una especie de iluminación, una encarnación, amplificada además porque, visto lo visto, llegamos al menos hasta mayo confinados. Una misión, una cruzada, otorgar un nuevo sentido a una vida dedicada a la degustación, contemplativa antes que proactiva, mera

Aprenderé la cocina tradicional de mi madre, a la que sin duda podré aportar al menos un ápice de contemporaneidad, donosura, majeza y globalización. Y como si en la autarquía nos encontráramos, partiremos de escasos productos básicos, comprobando los recursos de la jefa y mi habilidad para incorporar innovaciones. Es decir, apenas un ingrediente básico, con los complementos habituales y vulgares de una despensa tradicional. Y, por supuesto, las reservas e ideas de un influencer como yo, capaz de obtener, sin mayores molestias que postearlos, decenas de productos, sólidos y líquidos. Y si la cosa –el confinamiento, digo− va a mayores, pasaremos a los dos o tres ingredientes.

Si Paniego se hizo moderno confrontado –en el buen sentido del DRAE «dicho de una persona o de una cosa: estar o ponerse frente a otra»− o los Roca comen todos los días los platos tradicionales de su madre, parece una buena idea remedarlos, pero desde fuera de las cocinas profesionales, desde la más auténtica tradición, la de mi madre. Que se remonta, más o menos, hasta su abuela. Es decir, mediado el siglo XIX.

Por supuesto, documentaré todo el proceso –Adrià dixit− para compartirlo y sorprender a los compañeros influencers, ahora carentes de innovaciones de las que presumir. Encerrados, sin nada que colgar en las redes, sin poder presumir ante sus compañeros de curro, vacuos. Volcados todos ellos en imposibles concursos virtuales de cocina, en aplaudir las causas solidarias, en recordar fastos pasados. Vacíos de novedades con las que epatar en Instagram, están alicaídos, prácticamente desaparecidos. Si hasta fallaron en la convocatoria que les hice por Zoom para comentar la actualidad.

¿Qué actualidad? Por más que se anuncie la próxima apertura de algún restaurante, lo cierto es que el futuro está muy negro. ¿Volverán los restaurantes a ser lo mismo? Lo dudo. Tendrán que reinventarse cuando menos. ¿Cenaremos tranquilos los próximos meses cerca de un señor que tose?

De ahí mi misión, mi nuevo destino gastronómico, la tarea a la que voy a dedicar todas mis fuerzas, una vez resueltos los cotidianos expedientes del curro. Generar una nueva cocina doméstica, la fusión entre mi madre y yo, la globalización en los fogones domésticos. Si varios siglos costó que los alimentos del Nuevo Mundo se incorporaran a nuestra dieta cotidiana, afrontaremos juntos –madre e hijo− la fusión de otras culturas en estos tiempos de confinamiento, del que saldrá una nueva cocina para todos los hogares.

Mañana mismo empezamos. Con las patatas, precisamente, inexistentes aquí –el eurocentrismo es difícil de eludir−, pero hoy producto imprescindible en la mayoría de las cocinas –no en las asiáticas, ni las africanas, ciertamente− y causa, cuando falta, de hambrunas y emigraciones masivas, como la de irlandeses de finales del XIX.

Patatas a la importancia, ese es el primer reto.

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