Viernes, 17. Día trigesimoquinto

Tras un intenso debate interior, decido ir a comprar al super. Ciertamente el debate no era ir a comprar o no, sino dónde. Mi criterio me impele hacia el pequeño comercio –que deberá, sin duda, subirse a las redes para sobrevivir, como están comprobando estos días, y ahí entran mis habilidades; y mi negocio paralelo−, pero dudo que en la frutería encuentre un mortero. Y, por más vueltas que le doy, no encuentro sustituto para el mismo: resulta imprescindible para acercarse a la cocina tradicional. No es lo mismo una majada machacando que triturando; lo he comprobado fehacientemente.

¿Compro un mortero en amazon? Haylos y variados. Entre que lo pido y no, mi hermana me aporta la solución. ¿Oye, mamá tiene suficiente ropa? Lo ignoro totalmente. Confieso que he apreciado una cierta monotonía en su vestir, mas lo he achacado a su edad, antes que a la carencia de variada indumentaria. Ante mi ignorancia en dichos aspectos, le paso el teléfono a mi madre, a la que requiero para que su hija, mi hermana, nos traiga más menaje de cocina, el que ella considere imprescindible.

Me reprende mi hermana. ¿Qué trajín os traéis? Nada, simplemente que se entretiene guisando. ¿Pero si me ha pedido media cocina? Trae lo que puedas, pero sobre todo no te olvides del mortero, lo echa de mucho de menos. Pactamos la entrega de ropa y menaje.

Tras el intercambio, ya sin dudas, me dirijo a mi verdulería cercana, cuya propietaria  me saluda como si fuera un cliente de toda la vida. Imposible que me haya reconocido tras la mascarilla azul marino –hoy toca, azul− de mi madre. Quizá sea mi flamante carro de diseño, o simple amabilidad, o ganas de consolidar nueva clientela. Ya se sabe, de las crisis salen nuevas oportunidades, creo que en chino significa cambio. ¿Habrá alguna relación geopolítica en todo esto?

Un enorme cardo me devuelve a la realidad. ¿No es una verdura de Navidad? De invierno, hijo, pero este año se ha prolongado la temporada. Con los invernaderos y todos los adelantos, las cosas no son como antes. ¿O no hay borraja todo el año? No le falta razón.

Así que instalada en la superioridad profesional, me coloca un cardo enorme que rebasa la altura del carro. Completo su volumen con un colorido surtido de frutos de la tierra. Aun consumiendo cinco al día, cual recomiendan los próceres sanitarios, creo que tengo hasta el día de san Jorge, por lo menos. En la vecina carnicería me hago con un ternasco aragonés para el día del patrón y diversos procesados cárnicos, desde mortadela –de Bolonia, por supuesto, para degustarla en tacos, como allá, no en transparentes láminas, que recuerdan tiempos de escaseces− hasta un surtido de quesos con label de calidad. Es lo que tiene el centro, las carnicerías de nivel. Con la visa tiritando retorno al refugio.

Mi madre, que ha recuperado su mandil de toda la vida, sonríe ante la mesa puesta. Debe ser el placer de mudarse ropa, más allá del quita-y-pon con el que, me confiesa, lleva estos treinta días –29 en realidad, lo compruebo, ventajas del diario−. Como los plátanos se estaban pasando y te gustaba tanto hijo, te preparado un arroz a la cubana; con un poco de jamón que cortes, plato único.

Cortar jamón, ¡buenos vamos! Logro raspar algunas lonchas, feas de la muerte, indignas de la peor taberna, pero desconozco totalmente cómo voltear el jamón. Lo dejo para el finde, pues el apetito impone su voluntad. Para mi madre, como tantas que jamás han pisado el Caribe, el arroz a la cubana consiste literalmente en arroz blanco –sin caldo, solo agua−, huevos fritos, −siempre dos por cabeza−, salsa de tomate –casera también siempre− y un plátano –hembra, es decir no-macho− frito. Tendré que volver sobre el concepto, pero entra que da gusto.

Teletrabajo por la tarde, dedicando la noche a repasar correos, chats, instagramas, facebooks y demás. ¡Hola! Alguien me lee. Oculto tras el sustantivo cocinero, un desconocido –ilustrado, eso sí− me hace llegar telemáticamente la portada y una página de facsímil del ARTE DE COCINA, PASTELERIA, VIZCOCHERIA –así con uve−, Y CONSERVERIA: COMPUESTA POR FRANCISCO MARTINEZ MONTIÑO, Cocinero Mayor del Rey, nuestro Señor. NUEVAMENTE CORREGIDA, Y ENMENDADA. CON LICENCIA. Barcelona: En la Imprenta de Maria Angela Martí viuda , en la plaza de S. Jayme. Año 1763.

Concisos en titular no eran precisamente a finales del XVIII. El tal Montiño me suena lejanamente, ya me documentaré. Ahora me interesa más la página, donde aparece: «Como se guisan las langostas». Ahí me ofrece el desconocido cocinero −¿quién será?− una más cercana versión de mis patatas a la importancia, pues Montiño, tras cocer la langostas en un cocimiento de agua, sal y pimienta –¿conveceré a mi madre de la bondad de la pimienta? ¿qué oscuro arcana provoca su recelo hacia tan negro condimento? ¿Será el color, evocaciones brujeriles?−, quizá sin querer apunta la majada moderna/clásica: los sesos de la langosta –que están en la concha mayor−, deshechos con una cucharita, con un poco de vino, pimienta y nuez, un poquito de manteca fresca, y sino de limón y una migaja de sal. «De esta manera son de buen gusto». Necesito con urgencia manteca.

 

 

 

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