Es cierto que la producción de alimentos no ha sido uno de los sectores peor parados a lo largo de estos tiempos de pandemia. Hay que comer, mejor o peor, todos los días. Y el sistema alimentario, con todos sus defectos, soportó las presiones del confinamiento y la ausencia de la hostelería. De hecho, se detectó una creciente vuelta a la compra local, en establecimientos cercanos y a pequeños productores.

Sin embargo, han caído precios y consumo de cordero y ternasco, así como otros productos de celebración. Y las producciones industriales, de pollo por ejemplo, se encuentran sin millones de turistas a los que alimentar durante la temporada de vacaciones, que prácticamente ha desaparecido. A ello se suma la certeza de gran parte de la población que ve disminuir sus ingresos, siendo la cesta de la compra uno de los apartados en los que antes se restringe el gasto. Grave error, porque precios bajos suelen ir asociados con el maltrato al trabajo de los productores, con compras al exterior, escasa calidad de los ingredientes, etc.

Evidentemente, no cambiaremos de modo de vida en tan poco tiempo, ni parece que las autoridades estén muy por la labor. Seamos conscientes de la importancia de comprar local, en tiendas cercanas, en mercados de proximidad, en la seguridad de que dichos recursos redundarán en nuestros vecinos más cercanos, que también es una forma de solidaridad.

Si las grandes cadenas de distribución, muchas sin alma, han tenido que recurrir a vender ecológico y productos locales ha sido, sin duda, por la presión, directa o ambiental, de sus clientes, soberanos, si así lo deciden.

Aunque uno no es muy optimista, estos podrían ser momentos para sentar las bases de otro modelo alimentario. ¡Ojalá!