Ya no disfrutaremos de las cigalas de huerta o los talentos de cordero; ni podremos sentarnos para degustar un estofado de toro ante los diversos objetos que se exponen en sus paredes. Y lo que es peor, no convenceremos a Guillermo para que abra alguna de esas maravillosas botellas de vino del sur que atesora para los grandes momentos.

Tras 81 años de vida, ha cerrado Casa Pascualillo, dejando a otra casa coetánea, Emilio, como el restaurante más antiguo de la ciudad. No ha sido el primero ni, lamentablemente, será el último, pero sí uno de los más significativos. La casa que fundara Pascual Álvarez Pascual en 1939, sobreviviente a todas las crisis del Tubo y del país, era un referente zaragozano, y no solo gastronómico. Habitual participante en toda suerte de concursos y certámenes –mejor tortilla de Zaragoza en 2017–, lugar de encuentro de gentes de la cultura local y universal, todos tenemos algún recuerdo de este singular lugar, del que costaba salir y no solamente por las escaleras.

Los bares y restaurantes son tejido social, historia, presente y futuro de una ciudad. Algo que no puede sustituir la más eficaz de las franquicias, siempre iguales a sí mismas. Y se encuentran en peligro, gravemente heridos. Con lo que nosotros somos los que sangramos.

El virus no anida en los bares, sino en las personas, que son quienes lo trasmiten. Y quizá haya que restringir su uso para cercenar la pandemia, pero no se pude condenar a la extinción a todo un sector. Con ser determinante, no son solo miles de puestos de trabajo, de expectativas de futuro, lo que está en juego.

Es, especialmente, nuestro modo de ser y estar en el mundo, la cultura en la que hemos crecido. Mucho más que la economía, ‘estúpido’. La misma diligencia de la que presumen nuestras administraciones han de mostrar ante el desolador panorama que se avecina, tristes calles sin bares y, por lo tanto, sin gente.