Algunos achacaban a los hosteleros una falta generalizada de cultura general. Que la mayoría abrían el bar o la casa de comida, y a guisar, servir y vivir. Fuera o no verdad, la mayoría del sector está atravesando un proceso educativo, cuyas horas invertidas o créditos ya querrían para sí tantos ‘masteres’ de pacotilla.

De entrada, experimentaron un curso combinado de derecho y criptografía, que es lo que se aprende tratando de descifrar BOEs y BOAs, cuyo lenguaje parece lo más alejado posible del que usan el común de los mortales.

Tras adiestrarse en descifrar decretos y reales órdenes, el hostelero tuvo que coger la calculadora para, además de descifrar los intríngulis de los ERTEs, tratar de cuadrar las cuentas y saber si era mejor ‘erertar’, despedir o, simplemente, desertar del oficio.

Pero volvieron a abrir y tocó clase de matemáticas; porcentajes en concreto. Que si el 25% de aforo, que si el 50% de la terraza con x metros de distancia medidos desde no se sabe dónde, etc.

En paralelo, todo su saber en preparar platos debió aparcarse para aprobar la asignatura, tan novedosa, de la logística. ¿Cómo cambiar la forma de terminar los platos? ¿Dónde colocar la comida para que llegue o salga en buen estado? ¿Qué tipo de transporte, ‘rider’, moto, bici, etc. utilizar para que las cuentas salgan?

Los últimos días han vuelto a la geometría, disfrazada de arquitectura. Han de descubrir cuántos paramentos debe tener o no su terraza para que no sea clausurada por Sanidad. Pregunta de examen, ¿De los ocho paramentos básicos, de cuantos podemos prescindir para mantener la terraza activa?

Los más aplicados se dedican ahora a la mecánica de fluidos, combinada con la nanociencia. Se trata de analizar cuánto durarán los aerosoles en un volumen determinado, con tal renovación de aire. Un examen casi de tercero.

Así es la vida del hostelero en pandemia. Educación permanente para sobrevivir. Para que les acusen de incultos.