CULT Blasquiadas 4

 

Nos encontrábamos los tres, Claude, la inglesa y yo con la mirada fija en Martín Blasco. Nos había dicho que antes de empezar a tapear debía decirnos unas palabras.

–Unas pequeñas advertencias dada la magnitud de la experiencia y el penoso inicio de la misma… –añadió, mirando severamente a Claude–. Como sabéis, partís en seria desventaja: vuestra nacionalidad.

Una inglesa, una francesa y un medio yanqui hace presagiar un desastre de tapeo.

–Pero no nos vamos a rendir –prosiguió mientras paseaba a nuestro alrededor–, traduce mis palabras.

Traduje en el mismo tono ceremonioso. Me resultaba imposible saber si Martín estaba hablándonos en serio o nos estaba tomando el pelo. E igualmente desconocía si la atención de ellas era sincera o no. Sigo sin saberlo hoy en día. Si bien, me pareció ver cómo sonreía ladinamente al dueño del Carambita, también sabía que una de las pocas cosas que le parecían importantes era la comida y más concretamente el tapeo.

–Bien, volvamos al principio, salid del bar y volved a entrar. Esta vez entrad como lo haría un zaragozano de la parte antigua, con, con…. alegría contenida, os acercáis a la barra y mirando a los ojos del hostelero, le dais los buenos días y le preguntáis por el estado de su familia. Traduce –Traduje.
Jennifer y yo tuvimos que repetir dos veces el ejercicio, y cuatro Claude, quien no podía evitar mirar la barra llena de bandejas a rebosar de tapas, en vez de a Manolón, como se llamaba el dueño del Carambita. Mientras nosotros entrábamos y salíamos, Martín, de excelente humor daba buena cuenta de un plato de jamón recién servido por Manolón.

–Bien, creo que podemos pasar a la siguiente etapa –dijo mientras hacía girar en círculo el dedo índice, indicando que quería otro plato de jamón, según nos explicó–.

–Ensayad el movimiento. –Esta vez lo hicimos todos bien a la primera: aparecieron cuatro platos de jamón.

–¿Dónde pensáis que deberíamos comer este magnífico jamón? –preguntó Martín–. ¿En una de las mesas?, ¿en mitad del local para dejar sitio a otros comensales?, ¿de pie en la barra?, traduce –traduje. Callé, conocía la respuesta (capítulo 2)… Jennifer y Claude cuchicheaban en voz baja tratando de llegar a una respuesta conjunta.

–Lo mejogg es commegg el jamón a la mesaaá –respondió con timidez Claude.

–No, no, por el amor de Dios, explícales, anda –me dijo con voz cansada, mientras pedía otra ronda de cañas (girando el dedo índice, claro)–.

Les expliqué a las muchachas que, jamás, jamás, salvo por enfermedad grave, se debe sentar uno en una mesa. Se debe permanecer en la barra y, preferiblemente de pie, hasta que uno se marcha del local.

Esperó que acabara de hablar para añadir, sin dejar de observar a un grupo de ancianas que entraban ruidosamente en el Carambitas.

–Traduce lo siguiente, es muy importante que sepan las normas básicas, como que el sitio que ocupas en la barra se debe defender a toda costa. De cualquiera. Incluidas ancianas, precisamente estas, aprovechan su condición para ganar espacio en la barra. Sed duros, no tengáis piedad. Manteneos firmes y en pocos minutos estas escurridizas mujeres entenderán la situación y buscarán un hueco por otro lado. Esta defensa de la posición se puede hacer de varias maneras, la más tradicional es situarse a una distancia de la barra que permita extendiendo el brazo apoyar la mano en la misma. El brazo sirve de barrera natural. Es fácil que os encontréis ante la siguiente escaramuza: alguien presiona con la espalda vuestro brazo, cada vez con más fuerza. En este caso no queda más solución que girar y doblar el brazo para encajarle con fuerza el codo. O, bien, quitar el brazo con rapidez provocando la caída del enemigo. Esta segunda defensa podría ser peligrosa en caso de que el enemigo estuviera acompañado por un número superior de personas que el vuestro. En ese caso mejor utilizar el codo. Traduce y ensayad a continuación los movimientos. Una cosa más, no se habla con el enemigo. Este sabe que nosotros sabemos lo que está intentando…, no hay nada que hablar, solo cabe luchar.

El grupo de ancianas, que tan pronto había detectado Martín, al ver el extraordinario grupo de defensa de barra que formábamos, optó por conquistar el espacio de barra a un numeroso grupo de universitarios que discutía pomposamente sobre los méritos como artista de Sabrina Salerno. Cuando se quisieron dar cuenta habían perdido la barra y se encontraban a pocos pasos del baño. Una de las ancianas les miró retadoramente mientras se quitaba un desmochado abrigo de visón y estos avergonzados se fueron del bar. ¿Sucedió así? Solo puedo decir que así lo recuerdo.

Para nuestra fortuna, entró un grupo grande de Gerona con el que pudimos ejercitar las técnicas de defensa de barra, recién aprendidas. Para mi sorpresa, incluso se unieron en los ejercicios varios parroquianos del bar, al parecer un poco molestos que este grupo se dirigieran en catalán a todo el mundo. En un principio, pensé que ese grupo de Gerona debían rozar el analfabetismo al ser incapaces de hablar en castellano. Aún no conocía las trifulcas que algunas zonas tenían con otras. Los españoles, los españoles, un pueblo complicado de veras.

Claude no acababa de hacerlo bien: daba codazos en vez de dejar que fuera el mismo usurpador el que se clavara el codo al ejercer presión. Llegó a hacer llorar a una señora idéntica a un vecino mío fontanero, incluso, tiró al suelo un niño de aspecto frágil.

–Un codo formidable sin duda –apreció Martín–, aunque no tiene la clase de Jennifer, por algo es la sobrina de Peter O´Toole.

Así pues Jennifer fue felicitada por la extrema elegancia con la que el brazo extendido se plegaba convirtiéndose en una infranqueable barrera en forma de punta de flecha. Esta explicó con humildad que, desde niña, había practicado esgrima, de ahí la facilidad. Martín Blasco le dio un diminuto trozo de jamón que fue devorado en milésimas de segundo.

Martín Blasco se llevó a un aparte a Claude. Aproveché el momento para contarle a Jennifer la fuerte impresión que me había provocado su belleza. Siendo sincero, lo dije de una manera más burda: habíamos bebido ya varias cañas sin apenas haber podido comer, ya que cuando acabamos los ejercicios, Martín Blasco había acabado con todos los platos de jamón. Solo quedaban unos pocos trozos de pan que devorábamos con rapidez y que fueron insuficientes para rebajar la creciente intoxicación etílica, lo que en honor a la verdad, agradecí sobremanera, pues de otra manera no me hubiera atrevido a hablar a Jennifer con tal desparpajo. Me gustaba mucho. Toda una Rose of England. Sonrió al escucharme, solo por unos segundos… me dijo que entendía la importancia de aprender a tapear, pero que tenía muchísima hambre. Sus ojos verdes decían lo mismo, pero mejor.
Así que me acerqué a Martín Blasco decidido a exigirle alimento para mi joven dama y lo hice, de manera atropellada probablemente, pero lo hice. Era la primera vez que me atrevía a pedirle algo a Martín.

–Ya era hora de que lo pidieras –me dijo–. Estamos intentando ir de tapas, no estamos en una estúpida ruta gastronómica. Como deberías saber ya, una de las características esenciales es su talante democrático. Todos decidimos lo que se come, cuando y dónde se come. Me preguntaba cuando lo ibas a pedir –añadió, dándome un afectuoso golpe en el hombro.

–Entonces, voy a pedir más jamón…

–No digas estupideces, llevamos demasiado rato aquí. Y entre nosotros –me dijo al oído–, el jamón no está bien curado. Pide la cuenta y que lo pague Claude. He estado hablando con ella y entiende que debe pagar ella como resarcimiento de la destrucción de nuestra ciudad por sus tatarabuelos. No te preocupes, quedan muchos bares y muchas lecciones estáis muy verdes aun.

CONTINUARÁ