Y las conversaciones se iban bifurcando perezosamente, llevándonos a sitios que, en otro momento, hubieran resultado interesantes. Pero se alejaban de lo único que me interesaba esa noche: la terrible infancia de Martín Blasco. Hasta entonces tan solo sabía que toda su familia había muerto ahogada al despeñarse el autobús, que les llevaba de vuelta a Suiza, en el Pozo de San Lázaro. Todos muertos. Su padre, su madre y sus cuatro hermanos.

Una de las veces que me levanté con brusquedad de la mesa, ligeramente irritado por no saber reconducir la conversación, Martín, cogiéndome del brazo, me obligó a sentarme.

–Creo que nuestro joven amigo se está aburriendo con nuestras historias. Si no me equivoco quiere seguir hablando de mi infancia. ¿No es así?

–Bueno… para eso me has traído a cenar aquí: este salón de altos techos, las velas, las paredes que se empiezan a desconchar. Creía que habías elegido este sitio como escenario perfecto para contarnos tu niñez –repliqué con una voz ligeramente aguda que no parecía mía. Al instante supe que lo que pretendía ser una broma, aunque no lo era en absoluto, se trasformó, lo vi en sus ojos, en una tosca grosería. Pocas cosas hay que parezcan detestar más los zaragozanos que el artificio.
En mi defensa quiero recordaros que yo era un joven norteamericano. Muy joven y, por tanto, aún pensaba que la vida no era más que un ininterrumpido festival de cine donde se presentaban un sinfín de películas, unas comedias, otras dramas, pero todas bien dirigidas, con excelentes actores y perfectos escenarios. Pocos son los jóvenes que saben que en la vida lo único abundante son las meras coincidencias y los desastres subsiguientes.

Rompió el silencio Amparo:

–Fíjate, recuerdo perfectamente la primera vez que oí reír a Martín –dijo, echándome el humo del cigarrillo–. El restaurante debía llevar abierto un mes y apenas cubríamos gastos. Bueno, realmente, no cubría gastos él. Entonces yo era tan solo una joven camarera recién llegada de Poleñino. El dueño era este –señaló a Juan Luis, su marido– un presumido cocinero que había decidido ofrecer una carta que apenas interesaba a nadie. Nouvelle Cuisine en Zaragoza, en esos años, especialmente en el Casco viejo, era como ofrecer comida de astronautas camino de la luna. Un desastre. Yo ya me veía de vuelta al pueblo… pero me estoy desviando del tema de esta noche –añadió, mirándome con una sonrisa limpia que me tranquilizó un poco–.

–Sí, sí recuerdo esa noche –interrumpió Juan Luis–, lo que no recuerdo es que nos fuera tan mal… en el restaurante

–No nos iba mal, nos iba peor. Esa noche, además, tú estabas de un humor de perros. Nos acababan de anular una cena de doce personas. No parabas de gruñir… qué harta me tenías, por Dios. En esas estábamos, cuando el ahora mi marido vio acercarse a Martín. Corrió a la cocina y llevó un pato recién asado a la mesa situada al lado del cuarto que usábamos de almacén, tras cuya puerta se escondió a la espera de Martín.

–Nuestro hoy agradable Martín –interrumpió Juan Luis– era, entonces, un diminuto ladronzuelo de apenas diez años, pero astuto y rápido como un zorro. Prácticamente todas las noches entraba en algún bar o restaurante y arramblaba con lo que pudiera y salía a toda velocidad. Dio que hablar desde muy pronto nuestro amigo. Es verdad que yo, esa noche , estaba especialmente enfadado y quería dar una buena lección al renacuajo de una vez por… Entonces ni se nos ocurrió llamar a la beneficencia o la policía para que se hicieran cargo de ti, Martín. Había algo en tu mirada, ya entonces, que te hacía saber que no había que precipitarse en llamar a nadie. También eran tiempos más libres en los que el Estado no regía nuestros actos como ahora, maldita sea, nos han vencido…esos hijos de puta.

–Oh, no empieces otra vez, querido. Sigamos con la historia: Martín, con ojos de hambre, se dirigió a toda velocidad hacia la mesa donde humeaba nuestro pato, nuestro carísimo pato. A punto de hacerte con él, apareció tras la puerta Juan Luis y empezó a perseguirte través de las mesas. ¿Recuerdas, Martín? Varias veces estuvo a punto de pillarte, pero siempre te salvabas con un ágil quiebro en el último momento. Por el contrario, Juan Luis acababa encima de alguno de los parroquianos que con una paciencia infinita trataban de acabar la cena, tan pronto lo hacían se situaban en la barra para disfrutar como el resto de nosotros del espectáculo. Estuvisteis así unos largos minutos, hasta que Juan

Luis agotado se paró con los pulmones saliéndole de la boca.

–Tú, en vez de aprovechar la oportunidad para huir, te elevaste sobre la punta de los pies como un matador, con los brazos en alto, citando al toro. Al oír nuestras risas, nos saludaste quitándote una imaginaria montera. «Ehhjje, ehjje. Flojo de remos va este». Juan Luis, al oírte, saltó como una bestia y se reinició la persecución con idéntico resultado, salvo que entonces ya no eras un torero, sino un sargento de voz seca «arriba recluta, levanta el culo». Ante nuestras risas, te llevaste la mano a la frente tal y como saludaban los militares americanos en las películas. Entonces entendí que debías pasar el día frente a la tele y que solo salías a por comida, mi pobre niño –añadió Amparo, acariciando la mano de Martín, quien bajó la mirada–. Así estuvisteis un tiempo hasta que Juan Luis dejó de correr y pasó a andar. Tú hiciste lo mismo. El se paraba, tú te parabas. Juan Luis se ponía correr de nuevo, tu lo mismo. Si te apoyabas, agotado en una mesa, Martín hacía lo mismo, imitando además tus resoplidos. Al poco, la persecución pasó a transformarse en una especie de desmadejado desfile en el que Juan Luis, tan pronto imitaba los torpes andares de Frankestein con pasos largos y los brazos levantados a la altura de los hombros, como ensayaba unos cómicos pasos de rock&roll. Martín hacía lo mismo. Recuerdo como si fuera hoy que en cuanto viste a Juan Luis tratando de andar como Charlot empezaste a reír. Primero sordamente, para acabar en unas carcajadas que más parecían bramidos salvajes de un ciervo herido. Todos callamos al oír tu risa. No tengo muy claro si reías o llorabas. Yo sí lloraba. En esa risa había algo terrible. No podía parar de llorar. Me fui al baño. Cuando pude salir, os vi a Martín y a ti sentados uno frente al otro. Los dos muy tranquilos dando buena cuenta del pato. Parecíais dos ángeles. Volví al baño a llorar. Esta vez de alegría. Era la primera vez en mi vida que lloraba de alegría. Desde esa noche, siempre tuviste sitio en nuestra comida de familia y un paquete para Charito.

–¿Qué es una comida de familia?–pregunté confundido.

–Los que trabajamos en restaurantes también necesitamos comer, y normalmente lo hacemos una vez acabado el servicio de comidas y se han ido los clientes. Realmente es mucho más que eso. Para mi siempre ha sido la mejor manera de calibrar cómo funciona un restaurante. La gente habla o no habla, ríe o no ríe. Puedes hacerte una idea muy clara de cómo están las cosas… pero no solo habla del estado de ánimo de los empleados. El hecho de que se sirva una buena comida o las peores sobras, indica también el talante del propietario o, sencillamente, del estado económico del restaurante.

–Pero no creas que acabó la noche ahí –añadió Amparo– ya entonces Martín era Martín. ¿Sabes lo que sucedió un par de horas después? Martín apareció de nuevo en el restaurante, pero esta vez de la mano de Alberto Closas y Analía Gadé, entonces autenticos dioses del teatro. «Nos ha dicho nuestro amigo Martín que este es el mejor sitio para cenar en Zaragoza». Al poco tiempo llegaron la mitad de la compañía de teatro. Fue una de las mejores noches que recuerdo. Acabábamos de abrir y no teníamos un duro. Y ya debes saber cómo es Zaragoza: se corrió la voz y raro era el día que no teníamos lleno.
Nos enteramos por uno de los porteros del Teatro Principal que Martín había aparecido en la salida de artistas y de alguna manera había convencido a Closas de que le siguiera. Claro, se corrió la voz de que Martín daba suerte y le invitaban por todas partes. No era una superstición: a mi me la dio, un buen marido y un restaurante de éxito. ¡Ah, mi pequeño Martín! ¡Qué suerte haberte conocido! –dijo, levantándose bruscamente a abrazar a Martín. Este lo recibió no sé si riendo o llorando.

CONTINUARÁ