Quería ser química y compara la cocina con un laboratorio. Sorprende esa visión tan racional de una mujer, Nati Lacal, que habla de la gastronomía con tanto cariño.
Ella, técnico sociocultural, ha sido dinamizadora de los mercados municipales de Zaragoza, formadora para múltiples instituciones, divulgadora en medios de comunicación regionales y nacionales e impulsora del restaurante La Rebotica, en Cariñena, primero en Aragón en tener la Sonrisa Michelin. Allí, dice, aprendió hace tres décadas a cocinar con vino. Nati se ha jubilado. Pero avisa, siempre se ha metido «en muchos embolados».

NOM Nati Lacal GOC

«La cocina, como el vino, es amor, arte y técnica»

¿Cuál es su primer recuerdo relacionado con el vino?

En mi casa, mi padre bebía en porrón. Y en mi pueblo, en Moros, donde pasaba los veranos, mis abuelos y mis tíos comían siempre con el vino que ellos mismos hacían en casa. Cuando se agotaba, mi madre me enviaba a comprar a la vinatería Yáñez. Recuerdo los grandes toneles para el tinto y el clarete, entonces no se hacía rosado; y más pequeños para el blanco, el rancio, el dulce, el moscatel y la cazalla.

Usted, ¿qué quería ser de mayor?

Química. No pude por la situación económica, pero, de hecho, empecé a trabajar como elaborante química en una empresa. En parte, la cocina se parece a la química, porque hay elementos que se combinan con unas fórmulas y que potencian a unos u otros. Además, hay catalizadores que ayudan a aumentar la velocidad de reacción química, en este caso el sabor. El vino es un catalizador de sabor en la cocina. Yo uso mucho la química y la física. Tengo un gran referente, Hervé This, impulsor de la gastronomía molecular. La cocina, como el vino, es amor, arte y técnica.

Habla de amor en la cocina, pero ha llegado a decir que aprendió «cocina muy a su pesar».

Porque era una cría y con quince años no quería aprender cocina con mi madre, lo que quería era salir. Eso sí, me acuerdo de esos momentos porque ahora le enseño a mi nieto de tres años y medio. No grandes cosas, cosas sencillas, a lavar los champiñones o a hacer croquetas. Cuando acabamos la masa dice «¿y dónde están las croquetas?».

¿Cómo le explicaría qué es la felicidad a un niño de siete años?

Estar bien contigo mismo. Yo me he sentido muy a gusto trabajando y eso que me ha tocado luchar muchísimo. Pero volvía a casa y volvía feliz.

¿Qué parte de responsabilidad tiene el vino (y la cocina) en su felicidad actual?

Mucha. Y en esta época que he tenido problemas de salud, de movilidad, me ha dado la vida, porque puedo cocinar sin moverme mucho. Cocinar me da felicidad mientras elaboro, da felicidad a los que comen y me vuelve a dar felicidad cuando me dicen «qué rico, qué bueno está». Y la cocina y el vino, en mi caso, van de la mano. Yo he cocinado mucho con vino. Aprendí a cocinar con vino en Cariñena para aprovechar lo que sobraba, pero siempre de calidad. El vino es como las especias, sabes que está, pero es importante que no se note.

Hablar de las emociones del vino ¿es solo imagen?

Para nada. Para los que lo elaboran, tiene emociones, porque saben dónde lo han hecho, en qué tierra está el viñedo, los problemas que han tenido. Hay mucha emoción. Y para los que lo bebemos, está asociado a momentos: a primeros meses de noviazgo, a unos calamares mirando el mar, a una celebración. Y siempre recordarás ese vino asociado a los recuerdos. Es verdad que el marketing nos lleva a comprar a una u otra bodega y no a conocer más del vino. Pero cuando se habla, por ejemplo, de uvas, de la garnacha, nos mueve emociones porque está asociado a nuestras raíces, a nuestra tierra.

¿Sigue siendo una asignatura pendiente valorar nuestros vinos?

Se avanza poco a poco. En La Rebotica, siempre que me pedían un Rioja decía «te voy a sacar un vino de aquí, y si no te gusta, yo te saco un Rioja». Teníamos seis botellas de Rioja y yo creo que aún nos quedan dos. Porque hay que conocer, valorar y ofrecer nuestros vinos

¿A quién invitaría a un vino? Personaje histórico, público o alguien de su entorno.

A Joaquín Sabina, que me gusta mucho, desde el principio. Sus letras son poesía y el vino también lo es, así que me encantaría.

¿Y quién cree que no se merece ni olerlo?

A los trolls que se esconden en las redes sociales para meterse con las mujeres.

¿A quién le debe un vino? (Cita pendiente)

A una vieja amiga, Marga Íñiguez, de la que aprendí a ser creativa, a mirar con los ojos bien abiertos, coger todas las ideas posibles en la cocina y en la vida. Era asesora pedagógica de Barrio Sésamo y La Bola de Cristal. La conocí en Panticosa, en un curso del Juventud del Ayuntamiento de Zaragoza, el servicio en el que estuve treinta años.

¿Qué ha hecho últimamente para hacer feliz a alguien?

Felices, en plural. Para celebrar mi jubilación invité a salir a varias personas trabajadores de La Rebotica, entre ellas mi cuñada. Les encanta la gastronomía, pero no salen mucho, y les hice muy felices. Y ellas a mí, porque me han regalado una planta que me recuerda el cariño.

Puede enviar un mensaje de una conversación que se quedó pendiente. No me diga a quién se lo mandaría, pero sí el mensaje.

No me suelo dejar muchas cosas sin decir, porque soy muy habladora. Quizá se quedaron cosas sin decir, por ejemplo, en el trabajo.
Pero no las dije porque no iba a servir para nada e iba a ser un rato incómodo para la otra persona y para mí. Así que creo que no tengo mensajes pendientes.