Una vez más, los vinos aragoneses han dominado el Concurso garnachas del mundo, obteniendo la cuarta parte de las medallas concedidas. Pero no hay que dormirse en los laureles, dada la rapidez con la que las querencias y modas cambian en el mundo del vino. Hay un importante número de aficionados–no por su volumen, sino por su capacidad determinante–, los conocidos como iniciados, capaces de levantar una zona, una bodega, una variedad o determinado vino en cuestión de meses. Y el precio apenas importa.

El prestigio de la garnacha, nuestra bandera, resulta muy elevado en Estados Unidos, de ahí que el concurso de haya desplazado a Nueva York. Pero no solo se cultiva esta variedad aquí, como demuestra el podio; si cuatro de las dobles medallas, el mayor galardón, son aragonesas, las otras siete provienen de Navarra, Cataluña y el Roussillon. Y abundan sus vinos en la mitad septentrional de nuestro país, en el sur de Francia, en Italia, en Cerdeña…

Más allá de los mercados de volumen, importantes en Aragón, donde se impone conseguir un buen precio y largas producciones, existe otro hueco para vinos diferentes, personales, en los que además de la variedad hay que aportar otros valores, como la zona, la elaboración, etc.

Es quizá ahí donde otros proyectos emergentes nos están empujando hacia el lateral, fuera de la primera línea. Y probablemente ahí es donde haya que jugar con otro tipo de promociones. Bien está apoyar a las grandes marcas, que abren amplios mercados, pero no hay que olvidar a esos magníficos francotiradores que descubren nuevos horizontes. A modo de ejemplo, el único vino aragonés del triestrellado Akelarre, en Donostia –cuyo sumiller es de Tarazona, por cierto– es una garnacha singular, Frontonio.

Si con el futuro Gobierno de Aragón se mantienen, como es de desear, las campañas de promoción, no habrá que olvidarse de estos árboles singulares, que no pueden crecer en ningún otro lugar. Que atender al bosque no implique olvidar la variedad de su composición. Sea.