El pasado 15 de noviembre comenzó la temporada de la trufa negra, la Tuber melanosporum, que se prolongará hasta el 15 de marzo. Y poco a poco se irán sucediendo ferias, muestras, mercados, jornadas y concursos de diverso tipo por todo el territorio aragonés. Lo que es de celebrar.

Porque la trufa puede ‒y debe‒ considerarse patrimonio gastronómico de la Comunidad, ya que, con mayor o menor cantidad, se produce en las tres provincias aragonesas. Y si, como parece, somos los mayores productores del mundo, habrá que darlo a conocer. Pues, no nos engañemos, en el Madrid que todo lo mueve, en el País Vasco o Cataluña, entre los entendidos, la trufa es más soriana que aragonesa. Empezaron antes a promocionarse y no han dejado de hacerlo, con lo que se mantienen en el candelabro.

Es cierto que desde las diferentes administraciones se han impulsado la producción de trufa con numerosas ayudas, especialmente en Teruel; que diferentes organismos, especialmente el CITA, no paran de investigar, manteniendo un permanente contacto entre productores y científicos; que muchos de los eventos tienen un importante y necesario carácter didáctico. Pero el firmante no aprecia una voluntad común, como si cada cual fuera a lo suyo.

Los aragoneses no tenemos la trufa como un producto habitual, que hayamos hecho nuestro, mientras que, por ejemplo, sí apreciamos el azafrán, de precio más alto. Es cierto que la tuber se ha utilizado en demasiados casos como objeto de placer, de lujo, mientras que bastan unos pocos gramos, apenas unos euros, para aromatizar diferentes platos, que es para lo que se suele utilizar.

¿Sabe el lector dónde comprarla? La única tienda especializada en su comercio, la zaragozana Lasca Negra, tuvo que cerrar hace unos meses. El consumidor interesado acaba recurriendo a sus contactos, a los propios truficultores o los cocineros amigos ¿No hay demanda? Quizá no hemos sabido generar una oferta atractiva, que la haga necesaria en nuestras mesas de fiesta.

Queda mucha faena por delante.