Libertad de expresión y reputación en la gastronomía

 

Una reseña en línea puede encumbrar un restaurante al estrellato o arruinarlo en una semana. Basta un par de frases en Google, TripAdvisor o redes sociales para inclinar la balanza del éxito o del vacío de mesas. Pero, ¿alguna vez nos hemos preguntado si existe un límite legal cuando se opina sobre un plato mal cocido o un servicio lento o lo que nosotros podamos entender como un trato displicente?
En la era de la gastronomía 2.0, donde el paladar se acompaña del teclado, los comensales no solo degustamos, también juzgamos, calificamos y condenamos públicamente. Y, a veces, en demasiadas ocasiones, sin filtro.

Imaginemos la escena: un cliente visita un restaurante, pide un ternasco guisado a la pastora y le llega frío. Se molesta, discute con el camarero y, al salir, escribe una reseña lapidaria: «Comida asquerosa, atención patética. No vayan, salvo que quieran intoxicarse.» En cuestión de días, el restaurante pierde clientela y el chef empieza a recibir llamadas cancelando reservas.

¿Tiene el restaurador algún recurso legal? La libertad de expresión es un derecho fundamental, protegido en la mayoría de constituciones democráticas. Pero no es absoluto. Cuando una opinión cruza ciertas líneas –como la difamación, el insulto o la falsedad manifiesta– puede dar lugar a responsabilidad civil o incluso penal.

La jurisprudencia ha tenido que enfrentarse a estos casos en varias ocasiones. La pregunta clave es: ¿la reseña expresa una opinión subjetiva o hace afirmaciones objetivas falsas que dañan la reputación del restaurante? No es lo mismo decir «la comida me pareció mediocre» –juicio de valor–, que afirmar «sirven alimentos en mal estado y violan las normas sanitarias» –acusación objetiva que debe probarse–. Lo primero está amparado por la libertad de expresión; lo segundo, si es falso, puede ser motivo de demanda por calumnias o injurias.

Bien es cierto, que incluso utilizando expresiones más groseras –«Nos estafaron con una ensalada y bacalao, para nada lo que parecía en la foto de la carta […] Me siento estafado»; «Estafadores. Vergonzoso, son unos timadores y muy caro» «Odio que me engañen de esta manera»– nuestros tribunales han entendido que dichas declaraciones no pretendían acusar de ningún delito al establecimiento, sino expresar una opinión personal y una crítica legítima sobre la relación calidad-precio del servicio recibido. En este contexto, al tratarse de un negocio abierto al público –y por tanto sujeto al escrutinio de sus clientes–, el derecho al honor cuenta con una protección más limitada que en el caso de las personas físicas.

También están los casos inversos: cuando es el restaurante quien amenaza o intimida a clientes que dejan malas reseñas. En algunos países, ya existen leyes que protegen a los consumidores frente a cláusulas abusivas que prohíben hablar mal de un local, no que penalizan opiniones negativas.
Desde un punto de vista jurídico, lo recomendable es opinar con honestidad, pero sin injuriar. Decir el servicio fue lento es muy distinto a decir los camareros son unos ladrones. La crítica gastronómica –ya venga de un periodista profesional o de un usuario anónimo en Instagram– puede ser ácida, pero no debe ser maliciosa.

Y si uno es restaurador, es mejor responder con elegancia antes que con abogados. Una buena réplica puede valer más que un juicio ganado.

Cucharadas de cordura

Opinar no solo es legal, es necesario. La crítica gastronómica, incluso la amateur, mejora la calidad, empuja la competencia y da voz al comensal. Pero como en toda receta, los ingredientes deben usarse con medida: libertad, sí; pero también respeto, responsabilidad y un poco de sal.
Porque en el mundo de los sabores, la ley también tiene su punto justo de cocción.