Quiere el diccionario que agua corriente sea la que «circula por canales y tuberías, y llega hasta las casas». Y quiere el tópico que no nos demos cuenta de las cosas hasta que las perdemos.

El que suscribe acaba de vivir, precisamente, junto con los vecinos, lo que supone pasar cinco días sin agua corriente, por más que el ayuntamiento tuvo a bien colocar un grifo provisional en la esquina de la calle. Sin ducha –quizá lo más sencillo de solucionar−, sin poder cocinar ni fregar, sin utilizar los sanitarios… Beber era lo más sencillo, pues siempre queda el recurso al agua mineral embotellada. ¿Saben cuánta agua se utiliza cada vez que se tira de la cadena? ¿Y para fregar con baldes?

Si nos quedamos sin luz podemos recurrir esas bombonas de gas, también para cocinar. O recurrir a las velas. Y taparnos con más mantas, si falla la calefacción. Pero sin agua… Ya sabemos que es un bien preciado, escaso, pues Zaragoza fue reconocida como ciudad ahorradora, pero no lo valoramos hasta que desaparece.

Sin agua no hay cocina ni alimentos y, por tanto, tampoco gastronomía. Cocemos, amasamos, diluimos… y el agua resulta imprescindible, como bien saben quienes guisan en el campo o disfrutan del camping.

Los problemas del cambio climático son cada vez más evidentes, como estamos viendo estos días, donde cada vez más se suceden sucesos extremos, desde sequías a inundaciones. La estacionalidad de los productos agrícolas cada vez resulta más irregular y la sobreexplotación en demasiadas fincas y labores tampoco contribuye a tranquilizarnos sobre nuestro futuro, no tan lejano.

Que poco corriente −«común, regular, no extraordinario»− resulta el agua corriente; y cuánto se echa en falta, cuando no corre.