Parece que en el Tubo se ha instalado una nueva modalidad de okupas, que han encontrado una cómoda alternativa al botellón, más perseguido en estos tiempos de pandemia. Madrugan, toman una banqueta de la terraza y, muy temprano para la zona, comienzan a beber, generalmente sin disfrutar de las tapas, base del negocio de estos hosteleros. Y no precisamente vinos, que es lo que se estila por aquí.

Y así hasta que se van, los echan –cuando se puede– o se caen literalmente de la susodicha banqueta, con la que ya han intimado. Lo que, entre otros efectos, está provocando que los habituales del Tubo huyan despavoridos de la zona, diseñada para un tapeo mucho más tranquilo y silencioso.

Pero hoy nos interesan otro tipo de okupas, más sibilinos, estos sí, educados, quizá ignorantes de su condición, pero igualmente nocivos para el sector. Son aquellos ciudadanos que, en cuanto pillan cacho en una terraza, ya no se levantan en todo el día. Como si el peaje del café o la caña les permitiera eternizarse en su ocupación espacial. Y no.

Porque probablemente otras personas estén esperando para tomarse algo y además es menester solidarizarse con la hostelería –si no queremos que muera–, especialmente ahora, auspiciando un mayor consumo. Pero estos okupas miran hacia el cielo, disimulan y dosifican su caña para que se vea siempre terciada, por más que se vaya calentando.

Recuerda uno de sus tiempos universitarios los métodos de algunas cafeterías cercanas a la plaza san Francisco, que impusieron un límite temporal por cada consumición; un café; media hora. Lograron ahuyentarnos, sí, pero también que el negocio floreciera.

Esperemos que no haya que llegar a ello. Porque ya no son únicamente algunos grupos de jubilados quienes alargan su estancia en la mesa de bar con un triste y eterno café. Estos nuevos okupas pandémicos son incapaces de entender que, si proliferan y se reproducen lograrán precisamente el efecto contrario. El cierre de sus terrazas. Dejen sitio a quienes tratan de consumir.