Esta semana cultural ha puesto de manifiesto la incuria de muchos de nuestros ciudadanos. Esos que han reservado plaza gratuita en los diferentes eventos programados y luego no se han presentado, impidiendo a otros interesados disfrutar de los mismos. De forma que se han visto tristes agujeros de hasta casi un tercio del aforo.

Si quien diseñó el municipal asunto tuviera alguna relación con la hostelería, quizá hubiera programado las reservas de otra forma. Pues se trata de un viejo y grave problema para el sector, acrecentado en momentos como éste, cuando crece la demanda y la oferta sigue siendo la misma, o el permitido 50% en el interior.

Hace tiempo que asumimos ceder los datos de la tarjeta al reservar en un hotel: era eso o dormir al raso. Nada ha pasado. Y son ya bastantes los restaurantes, especialmente en ciudades y momentos turísticos, que exigen tal requisito para confirmar la reserva.

Vemos en demasiadas ocasiones —este lunes, mismamente— la desesperada llamada ante la caída de una mesa por parte del establecimiento, buscando cubrir el hueco; y eso que esos han avisado. Peor resulta sufrir cómo los cinco —el peor grupo— de la mesa cuatro no llegan, pasan los minutos y no responden al teléfono con el que han reservado. Pérdidas de tiempo, comida y dinero.

Nuestros hosteleros deben dejarse de remilgos y coger el toro por los cuernos, exigiendo esa tarjeta —el equivalente a la antañona señal, cuando se contrataba un banquete— o lo que sea, para poder racionalizar y rentabilizar su trabajo.

Muchos no se atreven al entender que parece una descortesía ante el cliente —al que no conocen— y temen perderlo. Cuando el planteamiento debería ser diferente, algo así como «si no confías en el restaurante para dejar tu número de tarjeta, ¡cómo es que te vas a meter al cuerpo la comida que te propone?»