Vale que las ferias comerciales son un evento viejuno, que lo que mola son las redes y el comercio electrónico. Pero muchos que compran, por ejemplo, un teléfono móvil a través de Internet, son incapaces de adquirir unos melocotones de Calanda –en temporada, claro– o una caja de vino, sin haberlo probado antes. Por no contar con los exiguos márgenes del sector agroalimentario que tampoco favorece este tipo de compras, cargada de costes logísticos.

Ahora que estamos tan ansiosos por vernos de nuevo –ya veremos en qué queda la pandemia–, las ferias recuperan el protagonismo perdido en los dos últimos años por las causas que todos conocemos. Si el contacto y la relación personal es fundamental a la hora de comercializar, deviene en imprescindible cuando de agroalimentación se trata. ¿Cómo voy a vender mis bombones a un distribuidor si nos prueba? ¿Y ese vino con ta magnífica relación calidad precio? ¿Descubrir una nueva conserva sin degustarla?

De ahí que la presencia de nuestros productos y productores en ferias como el recientemente clausurado Salón de Gourmets o la cercana Fenavin se conviertan en labor estratégica para muchas de nuestras pequeñas y medianas empresas. Y allí, también, se requiere la ayuda y cobertura institucional. Ya es casi tradición el sorteo de una enorme cesta de laminerías a quien descubra dónde está el estand institucional aragonés en Gourmet, por ejemplo. Premio jamás entregado, porque no lo hay.

Vale la presencia en redes, los cientos de miles de impactos, aunque no sepamos cómo se miden, pero hay que estar donde se abren, y a veces se cierran, las transacciones: en las ferias. Quizá no en todas, pero sí en las más significativas de cada sector, de las que lueg salen distribuidores y comercios finalistas.

Y, como comunidad, seguimos sin estar, a pesar de las promesas recibidas por parte de los productores, que se quejan, pero en sordina. Sea, pues, escrito.