Casa Emilio está de luto. Y con ellos todos sus clientes, actuales y pasados. Hace unos días falleció, de forma sorpresiva, José María Tomás, el clásico camarero del restaurante y uno de sus puntales, ya que llevaba atendiendo a los clientes desde el 1 de diciembre de 1971, cuando entro a trabajar con apenas catorce años.

Pero no solo servía mesas. O cocinaba si era menester. Josemari atendía a los clientes como si fueran sus amigos, que lo eran al poco; entendía sus necesidades, fueran cuales fueran; conocía los gustos y apetencias de cada cuál, por lo que en muchas ocasiones la carta se convertía en prescindible; sabía, además de empatizar, que el personal iba al restaurante para disfrutar, para compartir, para sentirse vivo. Y no le importaba quedarse hasta altas horas para bajar la persiana.

Nunca desaparecerá de nuestras vidas. esos manteles de cuadros estarán siempre asociados a su recuerdo. Su carácter bonachón, dentro de un orden, tras una máscara de ironía y humor, a veces muy ácido, otorgaba un nuevo sentido a cada comida. Parecía que soñaba con jubilarse y retirarse a su pueblo, Villafeliche, aunque era difícil de creer que no se pasaría constantemente por el restaurante. Como ahora lo seguirá siendo.

Y sirvan estas estas líneas como homenaje también a tantos –cada vez menos− camareros que siguen dándonos alegrías cada vez que nos encontramos con ellos. Serviciales, que no serviles –Josemari no era un siervo, sino un ser libérrimo−, amantes de su trabajo, que no consiste en transportar platos y bebidas, como se ve en demasiadas ocasiones en los restaurantes y bares.

A esos camareros –reivindiquemos la palabra, y el oficio, como él lo haría− que saben que su trabajo es atender a los demás, que, normalmente, están de fiesta. Que asumen difíciles horarios, impertinentes clientes, sueldos estrechos, malas miradas, pero que también disfrutan con el agradecimiento o la sonrisa de felicidad de sus conciudadanos.

No nos hemos podido despedir, ni falta que hace. Permaneces en nuestros corazones.