Más rápido de lo que escribíamos la semana pasada, los tiempos siguen cambiando. Si la hostelería se encuentra en pleno proceso de transformación, donde solamente sobrevivirán los más fuertes o los que mejor se adapten a los nuevos tiempos, las convulsiones se han trasladado a todo el sector agroalimentario.

Muchos acaban de descubrir la profunda interdependencia que tenemos en la producción de alimentos. Si en el origen de la PAC estaba, entre otros, garantizar cierta independencia alimentaria de la Unión Europea, la realidad dista mucho de haberlo conseguido.

Ucrania, especializada y convertida en el granero europeo, ya no nos suministra ni trigo –es decir, harina, pan, pasta, dulces–, ni aceite de girasol –fritos, conservas de pescado, elaborados varios–, con lo que la maquinaria se para. Así que habrá que buscar otros proveedores inmediatamente, ya que nadie apuesta sobre la duración de esta guerra.

Aunque el gasoil fuera gratuito y los pesqueros volvieran a faenar, las conserveras no podrán trabajar si su aceite. Los piensos, que ya han subido espectacularmente de precio, harán que la carne, especialmente la más industrializada, haga lo mismo en breve. Y serán muchos los pequeños ganaderos que no puedan asumir los nuevos costes de producción, con lo que parece previsible que las cabañas vayan disminuyendo.

Podemos, sí, alegrar un poco el panorama atiborrándonos de legumbres, aunque sea sin compango, pero… la mayoría vienen de México, con lo que también se encarecerán.

Quizá nuestra única solución, al menos de forma individual, sea imitar a las corporaciones que elaboran alimentos procesados. Mantienen el precio de la bolsa, por ejemplo, de patatas fritas, pero meten menos cantidad. Legal, por supuesto pues ponen el peso, pero cuando menos inmoral.

Igual tenemos que comer menos de lo moderno y más de lo antiguo. Recuperar la dieta de las abuelas –si alguno se acuerda de ella–, aunque sea con menos pan, que también subirá. Ellas sí que sabían aprovechar el pan duro para sopas, sopetas, dulces, etc.