Entonces simplemente comíamos. Lo que había, que era prácticamente lo mismo que habían ingerido nuestros abuelos. Desde borrajas a bacalao ‒abadejo las más de las veces‒, frutas y ternasco ‒que ni siquiera soñaba con una IGP‒, huevos y legumbres, pan y chocolate o chorizo. Cosas reconocibles, cercanas y sin apenas procesamiento, ni molestos envases.

Avanzados los años sesenta del pasado siglo comenzaron a extenderse los supermercados. Y con ellos nos llegaron las margarinas, las salchichas de Frankfurt, los yogures  y flanes, los refrescos instantáneos, las primeras latas que se atrevían a ir más allá de las sardinas y el escabeche. La industria agroalimentaria supo ir aprovechando el ansía de novedades de una sociedad que aún recordaba los tiempos del hambre, cuando nada se tiraba. De forma que en este siglo XXI un adulto de entonces apenas reconocería nuestras mesas y despensas, y mucho menos lo que escondemos en esos congeladores entonces inexistentes.

Ahora, que nos ‘nutrimos’, recurriendo a especialistas e internet ‒mucho menos a los libros‒, resulta que tenemos que enseñar a nuestros escolares a ‘comer’. Los especialistas, los alarmantes datos de obesidad infantil, la propia ciencia médica, así lo indican. Triste constatación.

De ahí que haya que saludar con una alegría no exenta de amargura iniciativas como las Jornadas Escolares de los Alimentos de Aragón con Calidad Diferenciada, auspiciadas por el Ternasco de Aragón IGP y la DOP Jamón/Paleta de Teruel, que llegarán a más de 4000 alumnos en las próximas semanas.

Para que descubran que hay alimentos más allá de los ultraprocesados. Que el ternasco y el jamón lo producen otros aragoneses, aquí al lado. Y de paso, que los melocotones crecen en los árboles, que hay que sacrificar a los pollos para que se conviertan en pechugas empanadas, que las lentejas no se recogen solas.

En definitiva, para que aprendan a comer ‒vale, también a nutrirse‒ y entender qué es el alimento, eso que nosotros conocimos por simple ósmosis. Sin saber que nos estaban enseñando el placer de disfrutar de la comida, siempre en compañía, algo que no se olvida por muchos años que pasen.