Huevo alcachofa

Lunes, 16

Será por la resaca, pero sueño con pizzas. No con las de Cristian Georgita −esas se pueden comer−, sino con las vulgares, la que ponen piña o salsa barbacoa.

Mal cuerpo, así que teletrabajo en serio un poco, para que el jefe no se enfade.

Cuando se pone a llover recuerdo que tendré que ir a comprar. Me armo de valor y salgo a la calle. Poca gente, bastante poli y hasta militares. Decido no ir a mi colmado habitual y opto por el supermercado de la manzana de al lado. Vulgar, pero una alarma es una alarma.

Se nota que la gente se ha lanzado a aprovisionarse; están desabastecidos. Apenas hay marcas Premium y por la crisis han debido suprimir la sección de productos orientales, pues no la encuentro. Ni algas, ni col china, apenas kale; cojo unas cuantas hojas y las echo en el carrito. Veo patatas, cebollas, ajos –blancos, nada de negros, no hay−, borraja y me vengo arriba. Lo lleno de un sinfín de productos sin procesar. Vamos a ser sanos estos días y a intentar cocinar como antaño.

Pago en caja, todos a un metros y pico, y les digo que me lo envíen a casa. «La semana que viene, tendrá que ser, el servicio de reparto está colapsado», me dice la cajera. ¡Mierda!, esto no aguanta una semana. Cojo lo que cabe en dos bolsas –que encima me cobran− y me largo. Que hagan lo que quieran con el resto.

Balance de la mañana: un kilo de patatas, cinco hojas de kale, dos cebollas, otros tantos ajos, un paquetito para caldo, una docena de huevos, media de alcachofas, el chorizo más caro que he encontrado, fresas, un solomillo de cerdo y un pollo. Se me ha olvidado el pan.

Bajo a la panadería. El portero, desde su garita, me mira mal. Igual que un municipal con buena memoria. Me para, me pregunta, le respondo, me increpa, pero me deja ir a por el pan. Seré previsor. Cojo una baguette, uno de centeno, un chusco y otro integral; la dependienta también me mira mal.

Cansado, me hago un simple bocata de chorizo, con un chorrito de aceite de oliva virgen extra picual. Ya cocinaré para cenar.

Tras la siesta y un poco de curro en las pantallas, con el ánimo en la cumbre, entro en la cocina. Aprovecharé estos días para mejorar mis habilidades culinarias que, entre nosotros, son más bien escasas. Es lo que tiene dedicarte a esto, que te dan de comer.

Decido hacerme un huevo a baja temperatura con alcachofas confitadas. No debe ser muy difícil, pues lo hacen hasta en Casa Pepe.

Miro y remiro las alcachofas. Nunca hubiera pensado en lo protegido que tienen el corazón. Arranco una hoja con la uña; está preta. Menos mal que tras el divorcio me llevé la colección de cuchillos Xituo −japoneses obviamente−, que ella jamás utilizó, no siquiera el de cerámica.

Según voy quitando las hojas, los dedos se me ennegrecen. Vaya guarrada. Busco un tutorial, lo sigo aproximadamente, y deposito los cuartos, más o menos pulidos, en un cazo con agua. Flotan y se siguen oxidando. Pongo peso encima para que se hundan. Superada la primera parte… creo

Vamos con los huevos, ecológicos, XL, perfectos… ellos; mi equipamiento no tanto. Ni tengo ronner, ni horno sous vide; la thermomix se la quedo ella para sus malditas croquetas. A la brava, no queda otra. Sigo las instrucciones: «Ponemos agua en un cazo y cuando el agua esté a 65º metemos los huevos y bajamos el fuego al mínimo, lo justo para mantener la temperatura. Si sube a 66º, retiraremos la cazuela del fuego unos segundos hasta que vuelva a estar a 65º y volveremos a ponerla al fuego. Tendremos que estar así durante 40 minutos.»

Ahora entiendo por qué en muchas cartas ponen la temperatura a la que guisan sus platos. Antes me daba igual, en este momento es prioritario, pues calcular la temperatura a ojo es bastante complicado. No tengo termómetro de cocina y el del botiquín no pasa de 45º C. Voy probando, sacando y poniendo la cazuela en la vitro.

Mientras tanto voy a confitar las malditas alcachofas, que pugnan por salir a la superficie para ponerse morenas, como si quisieran tomar el sol. Me harto del tutorial, que pide que el aceite las cubra enteramente mientras se hacen a fuego lento.

No tengo tanto aceite, así que mezclo varias muestras que me han llegado. ¿Picual y arbequina? Me dedico por un coupage de empeltre y hojiblanca, más suave. Lleno el cazo y al fuego suave.

A la par que saco y meto la cazuela, vigilo el cazo, a fuego lento. El aceite no se calienta mucho y el agua, demasiado. Vaya cansino que es esto. Me preparo un spritz como mandan los cánones: dos partes de prosecco, dos de campari −me gusta más bien amargo− y una de vichy en vez de soda, amén de la rodajita de naranja. Bajo el fuego del agua, subo el del aceite, que no avanza.

Llevo casi dos horas en la cocina –una solamente para dejar niqueladas las alcachofas− y la cena se ve lejana. Cada vez me importa menos, gracias a los spritz, pero tonta tonteando he liquidado la botella de prosecco.

Tengo hambre. Pruebo una alcachofa, está cruda y horrible. Subo el fuego. Saco los huevos de la cazuela, parecen templados, en su punto. Los casco sobre un plato y no están hechos ni de lejos, son como una baba asquerosa.

Me harto. Los meto en el microondas a toda potencia, justo el tiempo necesario para que se quemen las alcachofas. Las tengo que tirar.

Los huevos se han convertido ahora en una maseta, una especie de tortilla fosca en dos colores. La segunda botella de prosecco me ha iluminado y recuerdo una lata de alcachofas que me dieron en un viaje promocional a Tudela.

Está caducada, pero ya todo me da igual. La escurro, la mezclo con la maseta y, puesto a hacer tonterías, añado mostaza, que no caduca. La traje hace años de Dusseldorf, facturada para pasar los controles del aeropuerto.

Horrible cena. Me voy con el prosecco a ver Supervivientes. Espero animarme con las desgracias ajenas.