Ya tenemos apalabrado el ternasco que degustaremos esta Navidad, que se va alimentando de leche y piensos, indiferente a su destino en el pueblo. El hortelano de Cadrete me informa de que mi cardo crece, bien arropado entre plásticos para no colorearse de verde. Como será más complicado conseguir marisco de cercanía y fresco —nos lo ha dicho el amigo proveedor de Vinaroz—, este año nos cambiamos al caviar del Pirineo, toda una novedad que seduce a los mayores y aterra a los pequeños. Las granadas de Caspe nos servirán tanto para ilustrar la ensalada de escarola, como para alegrar el helado, que ya hemos reservado, por si acaso. Las laminerías y turrones, como toda la vida, de las pastelerías de siempre.

No nos faltarán vinos ni espumosos; este año pasamos del champagne y nos quedamos a orillas del Ebro, donde también se elaboran magníficas burbujas. Y para los cuñados están preparadas las botellas de ginebra, que este año vienen de Barbastro.

¿Desabastecimiento? Será para los que compran alimentos de lejos. Nuestras provisiones apenas consumen gasóleo en su transporte y tampoco vienen profusamente embaladas, con lo que su precio se mantendrá bastante estable.

Así que felices. Serán unas navidades diferentes porque probablemente contaremos anécdotas de las cenas de empresa, este año sí, y estaremos todos juntos, aunque más abrigados, con las ventanas entreabiertas y la calefacción a medio gas, por aquello de ahorrar.

Pero no tememos al hipotético caos mundial. Dependemos de los chips, como todos, pero no nos angustia presumir del último modelo; mientras nos sirva… Los regalos, en esta ocasión, vendrán de más cerca; una excusa para acercarse a los mercadillos navideños y a sus artesanos, asunto bastante más extendido que bucear en internet para encontrar la última versión de ese juego electrónico.

Se siente, pues. En nuestra familia no vamos a solidarizarnos con quienes sufran por las carencias de cosas superfluas; sí, con los que lo mecesitan. Tenemos, tendremos, de todo y a un precio razonable.